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COLUMNA

Tristeza

Sin una causa personal que lo justifique, me quedo con la idea de que 2006 ha sido un año triste. Y no sólo por los sucesos luctuosos que lo jalonaron: ningún año está exento de semejante partida en su balance. Es más bien un estado de ánimo colectivo, como si en un año nos hubiéramos hecho viejos a todas las edades.

En mi caso particular, sé que ha contribuido a esta desazón el quincuagésimo aniversario de la televisión española y la emisión ocasional de los momentos más memorables de esta digna institución a lo largo del periodo. Sé que es culpa mía, pero ver a la familia Telerín o a Matías Prats no me produce una tierna nostalgia por el tiempo pasado, sino una nada romántica sensación de haberlo perdido en tonterías. Ni ellos tienen la culpa ni mi vida ha girado en torno a la familia Telerín, pero lo cierto es que su rememoración me lastra el alma.

De todos los medios de intercambio, la televisión es sin duda el más raro, porque la producción tiene un costo exorbitante y el consumo es gratuito. Para enderezar este contrasentido, que desafía la teoría económica más demencial, es precisa la intervención de los dioses, y los dioses, en cualquier mitología, son la representación del poder en estado puro. Visto desde este prisma, sería razonable que la televisión fuera un gasto público sin retorno, como las fuerzas armadas, pero esto no es posible porque chocaría con nuestro sentimiento de libertad. De resultas de ello, la financiación del medio de comunicación más amplio y eficaz del universo se deja en manos de la publicidad. Y para que el aluvión publicitario surta el efecto deseado es necesario mesmerizar al espectador hasta llevarlo a un estado de beatitud similar al del bebé que acaba de ingerir el biberón y hacer un regüeldito. A este fin, a sabiendas o no, tiende cualquier programación en todas sus fases. Día a día, como pasatiempo y a pequeñas dosis, no se nota o se nota poco. Pero cuando se le aplica el telescopio, la galaxia que se ve produce vértigo. Si descontamos las noticias, las películas y las series importadas, apenas queda media hora pasable en medio siglo. Y uno se siente como José Luis López Vázquez encerrado en su cabina telefónica, sin aire, sin salida y, lo que es peor, sin línea.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 8 de enero de 2007