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Editorial:

Manual de urbanidad

¿Hay aventura más ejemplar que leer, sin necesidad de engorrosos permisos, el correo electrónico de tu pareja? ¿Algo más educado que escuchar subrepticiamente una conversación telefónica desde un aparato supletorio? ¿Existe mayor ejemplo de urbanidad que usar chuletas en un examen o copiar un enojoso libro ajeno y justificarlo luego en el sagrado altar de la intertextualidad? Al parecer, sí lo hay. Una conducta recién inaugurada en este país, de gran provecho democrático e inmarcesible calibre ético, consiste en que uno de los asistentes a una reunión de alto nivel institucional, por ejemplo la Conferencia de Presidentes Autonómicos, introduzca una grabadora para que ninguna palabra se desperdicie.

Inspirado por épicas heroicas, el presidente de La Rioja, el popular Pedro Sanz, abandonó la Sala de los Pasos Perdidos del Senado donde se celebró la reunión dispuesto a que resplandeciera la verdad. Así, a los pocos minutos de haberse producido, toda España conocía ya el entuerto. El subconsciente había traicionado a Zapatero: en lugar de atentado mortal dijo "accidente mortal" al referirse a la bomba de Barajas. La loable diligencia que guió a Sanz fue tal que, en su afán comunicativo por desvelar tal secreto, cedió su turno de intervención a su colega de Murcia, Ramón Luis Valcárcel.

La cita de Sanz fue posible gracias a que un héroe anónimo la grabó. Esa alianza de tecnología y verdad contó con el oportuno apoyo de la emisora de los obispos, que en evangélica misión de transparencia denunció las palabras de Zapatero. Al enfado socialista provocado por la intachable grabación, el presidente riojano respondió diciendo que le importaba "un pimiento" su autoría. "Lo importante es lo que se dice y la gravedad de lo que se dice, que es lo que a mí me afecta. Lo demás que les den por ahí". Gracias al presidente riojano, el lenguaje llano de la calle se encarama sutilmente a las instituciones.

¿Imagina alguien que los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea o del G 8 anden grabándose clandestinamente unos a otros para luego echarse en cara mutuamente las meteduras de pata o las promesas insinuadas y no cumplidas? En este caso ya no se trata de una cuestión que afecta a la confianza recíproca que debe guiar el comportamiento entre instituciones, sino sencillamente de una cuestión de mala educación y de pésimo ejemplo ciudadano que sólo puede producir vergüenza.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 17 de enero de 2007