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COLUMNA

El fin del mundo

Rusia se va a quedar sin erizos. Se han despertado por las altas temperaturas como ocurre cuando te acuestas en una tienda de campaña, pero su problema es que ya no pueden volver a dormirse, como cuando uno se levanta al baño diez minutos antes de que suene el despertador. Se los van a comer los depredadores, sea quien sea que coma erizos rusos sin pelar. El cambio climático no sólo está afectando a Moscú, donde las liebres blancas son presa segura para sus depredadores en un paisaje sin nieve, sino a Madrid.

En la Comunidad, el calentamiento global nos está privando de la rana patilarga, del papamoscas cerrojillo (un pájaro) y también de esquiar en Navacerrada, pero es que los moscovitas, sin nieve, se deprimen. Aquí, en Madrid, de momento no nos ataca ningún animal desquiciado por el jetlag térmico ni hemos perdido ninguna especie reseñable. El efecto invernadero nos está ofreciendo un invierno benévolo donde, al margen de esta ola de frío puntual, hemos llegado a comer en manga corta en las terrazas o a pasear por la Gran Vía con las manos fuera de los bolsillos.

Sin embargo, el buen tiempo ha dejado muchas veces de ser un agradable tema de conversación en los ascensores para convertirse en un augurio preocupante. Hasta el momento, la deforestación del Amazonas, el agujero de ozono o la extinción de las ballenas eran tragedias naturales ante las que casi todos nos mostrábamos inmunes o al menos escasamente activos. Prácticamente nadie se sumó a las luchas de Greenpeace y muy pocos sustituyeron el desodorante de spray por el roll-on.

Pero ahora de verdad notamos que el mundo cambia. Quizá no sea el fin del globo pero al menos sí parece el final del planeta tal cual lo conocemos. No hace falta que Nueva York, Venecia o Fuengirola se inunden tras el derretimiento de los casquetes polares, simplemente basta con que a partir de ahora no haya que meter las plantas de la terraza dentro de casa en febrero ni comprar más gorros de lana para sentir que algo grave sucede.

Si el mundo muda tan radicalmente, si se acaban los tigres y las nutrias, si las aves no emigran, si las medusas toman las playas de Denia... qué no estará pasando con nosotros. Sin embargo nada cambia. No reducimos nuestra contaminación atmosférica y disfrutamos tranquilamente de los fines de semana sobrecalentados en Buitrago. Hasta el momento, nos creíamos seres evolucionando en un entorno inamovible, pero es ahora la metamorfosis del clima y las especies o el resquebrajamiento de la Antártida lo que nos hace sentirnos estancados. Ya no es el paisaje quien nos contempla sino que somos nosotros quienes estamos pendientes de la ionosfera maltrecha y de las milagrosas hojas aún prendidas de los álamos en enero. Hemos dejado de ser los actores principales del mundo para ser sus espectadores, como el asesino le arrebata protagonismo a la víctima nada más apuñalarla.

Si hasta el momento teníamos a nuestras espaldas el cadáver de nuestras propias vidas, esa debacle de días y años desaprovechados, de oportunidades perdidas, de errores sin enmienda, hoy además cargamos con el crimen del porvenir del planeta. Pero, sorprendentemente, ese homicidio del mundo nos libera de nuestros pequeños delitos personales, nos alivia del peso muerto de nosotros mismos. Formamos parte de un asesinato global como el del Orient Express. No sólo nuestras miserias disminuyen en relación al tamaño del daño climático, sino que nos acogemos al indulto del fin del mundo. Nada ha sido tan grave después de todo si el globo se está yendo a hacer puñetas. Tan importante parecía nuestra propia climatología anímica y nuestra orografía física... pero qué insignificante resulta ya no sólo comparada, sino sometida a la escala planetaria.

La gran fatalidad colectiva nos despoja de las cargas individuales y diminutas. No somos culpables directos del nuevo orden de las estaciones ni de los continentes. Tampoco tenemos la solución. La ausencia de responsabilidades es la verdadera libertad. Mientras los rusos padecen ya el desastre; los madrileños, desde este imprevisible y macabro veranillo de San Martín, nos entregamos plácidamente al soleado espectáculo del fin del mundo.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 23 de enero de 2007