Hace pocos años, en la era preportabilidad, cada operadora tenía asignados unos determinados prefijos telefónicos. Entonces, si yo llamaba a un teléfono con el demoniaco prefijo 666, desde un teléfono Airtel (hoy Vodafone), sabía que tendría que pagar una tarifa menor, pues el 666 pertenecía a Airtel.
Hoy, cuando no es posible distinguir la compañía del móvil por su prefijo, tal cosa ya no es posible. Cuando uno llama de un móvil a otro, a menos que haya preguntado previamente al receptor de la llamada a qué compañía pertenece su móvil, entra en una lotería en la que puede ser agraciado con un precio menor o castigado con un recargo, dependiendo si dicha compañía es la misma o distinta que la nuestra.
Mi pregunta es la siguiente: si todavía existe algo que se pueda llamar ética o deontología comercial, ¿no entraría dentro de la misma que un cliente conozca el precio de un servicio antes de disfrutarlo?
No cabe alegar que no se dispone de los instrumentos para saberlo. Bien lo saben las compañías telefónicas cuando nos lo cobran. De una manera análoga, si yo, propietario de una determinada tarjeta de débito, me dirijo a un cajero a sacar dinero, antes de completar la operación se me informa si por la misma se me va a cobrar o no un recargo. ¿No estamos ante el mismo caso.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 4 de febrero de 2007