En 1977, en el que sería su disco póstumo y en el tema Voir un ami pleurer, Jacques Brel hacía recuento de lo peor de la vida e introducía unos versos premonitorios: "Bien sûr ces villes épuisés/ par ces enfants de cinquante ans/ notre impuissance à les aider...". Han transcurrido 30 años desde aquella canción y nuestras ciudades aparecen todavía más agotadas, nuestros adolescentes aún más envejecidos. Y, lo más grave, nuestra impotencia para ayudarles se ha consolidado.
Es cierto, Occidente (por generalizar) tiene un problema en el consumo desaforado de alcohol a que se entrega desde muy temprano su juventud. No ocurre sólo en España. Cuando en Gran Bretaña se permitió la ampliación del horario de apertura de los pubs, periódicos y televisiones dedicaron no pocos monográficos al estudio superficial del problema. Conservo en la memoria imágenes lacerantes de chicas borrachas dando tumbos por las aceras. Y no estoy segura de que no rija aún, para el centro de Londres, un toque de queda para jóvenes que les impide acercarse a partir de determinada hora. Problema y represión. ¿Soluciones? Amos, anda.
Con idéntico escepticismo he seguido la discusión que aquí ha provocado el intento de la ministra Salgado por sacar adelante la ley antialcohol. ¿Qué ley podrá impedir que nuestros adolescentes intenten aplacar el mal de su tiempo, el de no recibir respuestas a sus preguntas, y de, la mayoría de las veces, sufrirlo en suburbios para los que el futuro resulta impredecible? En esta sociedad despiadada y uncida al éxito rápido creemos que basta con construir muros, pero sería mejor cuidar del césped. Conozco a chicos que pasaron por el alcohol y que hoy están estupendos y sólo toman vino bueno una vez por semana, acompañando una nutritiva comida.
Pero también Oriente (por generalizar) tiene un problema. Sus jóvenes musulmanes, sin perspectivas para el porvenir, encuentran cada día más apetecible inscribirse en las filas del fanatismo fundamentalista. Y lo hacen tan sobrios como nuestra ministra.
De modo que quizá hayamos de convenir que ni el alcohol ni el Profeta tienen la culpa. Mejoremos "notre impuissance à les aider". ¿Quizá mirándoles a los ojos, para ver qué les pasa?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 22 de febrero de 2007