Más que sufrir Guatemala un problema de inseguridad, el problema es Guatemala, o, mejor, el Estado guatemalteco y su policía. El 19 de febrero, tres salvadoreños, diputados al Parlamento centroamericano, y su conductor, fueron asesinados a tiros en el sureste del país. A los dos días, cuatro agentes guatemaltecos eran detenidos como sospechosos y encerrados en una prisión de máxima seguridad. El pasado domingo, unos enmascarados entraron en la prisión por la puerta principal, con la obvia connivencia de los guardianes, y asesinaron a los cuatro, marchándose sin problemas. Y el martes la Justicia acusaba a 12 personas, tres salvadoreños, y nueve policías del país, de implicación en el crimen. De ellos, cuatro eran los muertos en prisión.
La cuestión ya no es, por tanto, si en Guatemala la vida vale muy poco, sino si los servidores del Estado son parte activa en ese reino de la inseguridad más extrema. Es el Estado el que consiente o es incapaz de impedir que sus agentes hagan de la ley un escarnio y de los derechos individuales, una masacre. Las especulaciones son variadas; que si un asunto mafioso; que si la muerte de los agentes se debe a la intención de sellarles los labios; que si el narcotráfico está por medio. Pero, las muertes por sí solas no dan cuenta de la auténtica dimensión del problema. Guatemala ha de mirarse hacia lo más profundo de sí misma y repensar muchas cosas que están necesitadas de toda una refundación. Entre ellas, la misma existencia de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Max Weber escribió que el Estado es quien posee el derecho al monopolio de la violencia legítima. En Guatemala, le han dado la vuelta.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 2 de marzo de 2007