Francisco Camps ni siquiera acudió el viernes al acto de restitución del claustrillo de La Valldigna, cuyo tortuoso proceso, según su propio aserto, justificaba la legislatura que ahora sucumbe y se le escapa. Después de haber consagrado el monasterio de Santa María en un proyecto de ley, de haberle dado rango estatutario como "centro espiritual para todos los valencianos" y de haber solemnizado sus 384 piezas como si se tratase de las cuatro bases de nuestra escalera de ácido desoxirribonucleico, el presidente de la Generalitat faltó a su propia cita. No protagonizó ese acontecimiento al que estaba predestinado y que el consejero Alejandro Font de Mora, autor de la letra del pasodoble Francisco Camps, definió, en otro empeño épico, como "un acto que representaba el esfuerzo colectivo por recuperar nuestra identidad". Y su ausencia constituye una metáfora tan ergonómica como inmisericorde con su trayectoria política. Hubo de renunciar a la mayoría de propósitos simbólicos que le hervían en la cabeza como candidato, cuando seguía la estela de Jaume I trazada por el padre Burns. Incluso tuvo que viajar al extremo opuesto y emperifollarse de Don Pelayo para descomponer la caricatura nacionalista que Zaplana le había proyectado en Madrid para zarandearlo. Sin embargo, se atrincheró en la recomposición de este cenobio cisterciense desguazado como sucedáneo de lo que no podría hacer en el Diari Oficial de la Generalitat ni como secretario general. En todos estos años, el enojoso retorno de sus fragmentos desde Torrelodones ha sido sobredimensionado a la estatura de la recomposición del Sancta Santorum de Jerusalén, mientras Camps lo glorificaba con la mirada extraviada como si estuviese en el segundo mundo de Pamuk. Se llevó el primer pedazo al Palau de la Generalitat, lo acarició como si fuera una mascota y lo revistió de trascendencia metafísica fundacional. De hecho, Camps sólo ha podido desarrollar toda su verdadera creatividad política ajustando las piezas de ese Exin Claustrillo. Sin embargo, en el momento final del proceso no ha podido culminar la operación con el éxtasis requerido. La debida obediencia orgánica lo ha tenido demasiado ocupado encendiendo hogueras y avivando invectivas contra Rodríguez Zapatero. La turba en la que se ha convertido el PP en Madrid no sólo ha arrollado su cargo y su gestión, sino la coronación de su sueño gótico.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 12 de marzo de 2007