Hace cerca de cuatro años, el cubano Fernando Pérez presentó en el Festival de San Sebastián Suite Habana, excelente muestra de documental cercano basado en la sequedad, en la cercanía, sin juicios a priori ni voz en off explicativa; una pieza que capturaba el cuerpo y el alma de la capital cubana con una pasmosa poesía del desamparo y un admirable retrato de personajes. Su siguiente película, sin embargo, no puede ser más opuesta. Tanto en los planteamientos formales como en los resultados.
Madrigal, historia de amor guiada por la (pretendida) poesía, el simbolismo y la mezcla de realidad y apariencia, de sueño y vigilia, naufraga de principio a fin.
Más artificioso que complejo, más tedioso que calmado, más pretencioso que ambicioso, Madrigal es un funambulista ejercicio de estilo del que sólo se puede admirar la valentía para llevarlo a cabo sin cortapisas de ningún tipo, dando rienda suelta a un esteticismo y a una narrativa más cargante que experimental. Sus elementos nunca acaban de encajar: la grandilocuente música parece evocar una épica que, sin embargo, es expulsada por un texto más cursi que romántico; la imagen siempre va cargada de un trasnochado amaneramiento; el simbolismo pasa con una delirante facilidad de lo ingenuo a lo directamente incomprensible, y la imaginación como vía de escape que ejerce de base dramática sólo consigue una huida mental, la del espectador.
MADRIGAL
Dirección: Fernando Pérez. Intérpretes: Carlos Enrique Almirante, Carla Sánchez, Liety Chaviano, Luis Alberto García. Género: drama. Cuba, España, 2006. Duración: 110 minutos.
Quizá sea una de esas películas tan arriesgadas que no admiten términos medios, que se aman o se odian. Quizá. Pero el club del segundo grupo queda inaugurado.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de marzo de 2007