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Crítica:

El juego de abalorios

El aura de solemnidad y excesiva seriedad que arrastra el mundo del arte es el objetivo a abatir en la exposición de Nathan Carter. El creador y sus seguidores plantean un acercamiento distendido y socializante del arte que señale la rigidez que propicia el individualismo.

Esta exposición es un homenaje a Nathan Carter, ofrecido por un grupo de jóvenes artistas que le consideran tanto su líder como su cómplice en una manera de asumir el arte y a la vez la vida. Una manera que puede describirse simplemente como alegre y despreocupada, como lo fue su inauguración, concebida por la pandilla de Carter como auténtica fiesta, anunciada por un cartel desenfadado en el que ellos, anunciándose en un cartel como "brillantes estrellas", invitaban a divertirse contemplando las piezas expuestas al son de la música y bajo una lluvia de confetis especialmente elegidos para la ocasión.

El éxito efectivo de la convocatoria, respondida por un público variopinto e inusual en las inauguraciones de arte, remitía incluso a la estética relacional, acuñada y promovida por Nicolas Bourriaud, que cifra sus expectativas en la realización de un arte en el que las acciones y los objetos generados por los artistas valgan ante todo por su capacidad de promover relaciones humanas distendidas, en una época que se da por desoladoramente individualista. Pero aun dando por válidas estas líneas de interpretación, queda abierta la posibilidad de dar un paso más, con el fin de considerar el contenido mismo de las piezas de Carter y su relación con lo que hacen quienes le han rendido su tributo de admiración.

1,2,3,4,5,6,7,8,9,10 ELEVEN TWELVE

Exposición colectiva comisariada por Nathan Carter

Galería Pilar Parra & Romero

Conde Aranda, 2. Madrid

Hasta el 4 de abril

Estas piezas movilizan asun

tos como los viajes, los medios de transporte o la música pop por medio sobre todo de los que podrían calificarse de caprichosos arabescos, trazados con baratijas y chilindrinas. Arabescos que en su ligereza y trivialidad conectan directamente con la alegría y la despreocupación mencionadas antes, pero que, además, intentan afirmar que ambas sólo pueden obtenerse si subvierte efectivamente la solemnidad a la que se entrega la institución del arte una y otra vez, como si estuviera sujeta por una maldición. Y eso que ha habido muchas tentativas de desterrar del mundo del arte el "espíritu de la pesantez", encabezadas como bien se sabe por el mismísimo Marcel Duchamp. Pero la solemnidad, erre que erre, se cuela siempre de nuevo y, ante esa evidencia que no se le escapa, Carter decide jugar con cuentas y abalorios que nadie, a menos que sea un idiota, puede llegar a tomar en serio. Él confía en que por lo menos el Arte con mayúsculas no lo haga.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 31 de marzo de 2007