Cuando, el 25 de mayo de 2003, se celebraron las últimas elecciones municipales, Convergència i Unió gobernaba aún la Generalitat. Es decir, que persistía dentro de la política catalana lo que en términos geoestratégicos llamaríamos the balance of powers, aquel equilibrio de fuerzas surgido espontáneamente en 1979-80, en virtud del cual el socialismo -o, más en general, la izquierda- ejercía el grueso del poder municipal, teniendo como florones el Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona, mientras el nacionalismo pujolista controlaba el poder autonómico, además de cientos de ayuntamientos medianos o pequeños, y las diputaciones de Lleida, Girona y Tarragona.
Esta división funcional, este reparto de roles, se quebró en diciembre de 2003, y más todavía en noviembre de 2006. El gobierno de la Generalitat se halla -todo hace pensar que de modo duradero- en manos de un tripartito de izquierdas, lo cual confiere a los comicios locales del próximo día 27 un valor y una significación especiales. Es probable que, en España, adquieran carácter de primarias con respecto a las generales de 2008. Es posible que, en Cataluña, haya quien quiera convertirlos en un remedo de segunda vuelta del pasado 1 de noviembre; sería una pérdida de tiempo, porque en política los desagravios morales sólo alimentan una estéril melancolía.
¿Qué se dirime, pues, en la votación del último domingo de mayo? Por supuesto, la gestión consistorial del último cuatrienio en los casi 950 municipios catalanes sobre las materias que son de su competencia total o parcial: seguridad ciudadana, transporte público, vialidad, vivienda protegida, comercio, servicios sociales, inmigración y un larguísimo etcétera. Y, sin duda, la capacidad de liderazgo de los respectivos alcaldes o alcaldables. Pero, además, y en un plano más político, los electores deberán decidir qué modelo de gobernación prefieren para este país: si escogen el tripartito universal, es decir, la extensión generalizada del pacto entre Partit dels Socialistes, Esquerra e Iniciativa a toda la Cataluña urbana y a las cuatro diputaciones provinciales; o si se inclinan por preservar un cierto equilibrio de poderes, manteniéndole o incluso aumentándole a Convergència i Unió un nivel apreciable de poder territorial que -apresurémonos a aclararlo- en ningún caso supondría la resurrección de la diarquía de 1980-2003 con los papeles cambiados. No lo sería porque, si me permiten la primicia, CiU no va a conquistar las alcaldías de L'Hospitalet, ni de Cornellà, ni de Badalona, ni de Sant Adrià, ni de Santa Coloma, ni de Castelldefels, ni de Rubí, ni la Diputación de Barcelona, ni...
El pueblo soberano resolverá, pues, si en Cataluña coloca todos los huevos políticos en el mismo cesto, o si los distribuye en dos cestos que, aun cuando de tamaños distintos, sean capaces de contrapesarse mutuamente; si cree que la uniformidad de colores partidarios en todos los niveles de la Administración favorece la eficacia o, por el contrario, que la concentración del poder en unas mismas siglas propicia los abusos. Lo decidirán el pueblo soberano y, en segunda instancia, Esquerra Republicana, titular más que probable de la doble llave para pactar con PSC e ICV o con CiU en muchas corporaciones. Claro que ambas opciones -las del electorado y las de Esquerra- serán igual de legítimas. Pero no tendrán las mismas consecuencias a medio plazo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 13 de mayo de 2007