Hace 10 años, elegí Barcelona. Podía vivir en cualquier ciudad, y decidí dejar Madrid. Escogí la ciudad ideal para un paseante. Me cautivaba la mezcla de edificios de épocas diferentes, la ornamentación del XIX o de principios del XX: la orgía visual de esgrafiados, frescos, molduras, verjas, llenas de historia y de alegría de vivir.
Con el tiempo empecé a ver la desaparición especulativa de edificios enteros, quizá no obras maestras, pero testimonios de una época. Y -más sorprendentemente- los destrozos de lo conservado: frisos modernistas atravesados por cables y tubos, o el mismo Ayuntamiento, colocando una farola en el centro de un esgrafiado. Denuncié "La destrucción de Barcelona" en una web.
Sabemos de los destrozos que provocaron las épocas de Porcioles y secuaces, los daños irreparables causados, pero... ¿que sigan ahora? Sueño con que estos desafueros se reparen y no ocurran más. No quiero una ciudad que hiperarregla zonas turísticas a lo parque temático, que maquilla otras con derroches de diseño y que abandona parte de su historia a la voracidad y al descuido.
José Antonio Millán es escritor
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 13 de mayo de 2007