La sensualidad, inocencia, agresividad, crueldad e insaciable libido del personaje bíblico de Salomé, cuyo nombre no aparece ni en el Evangelio de San Mateo ni en el de San Marcos, en los que aparece sólo citada como la hija de Herodias, han inspirado a grandes pintores desde el Renacimiento. La literatura lo ha tratado desde el siglo XIX, al igual que la música, pero actualmente la más célebre de las versiones es el drama escrito por Oscar Wilde y estrenado en París en 1896, que fue el que inspiró a Richard Strauss para escribir en 1905 una de sus grandes óperas: Salomé.
Seducido por el poderoso mito de la sensualísima princesa que acepta bailar para Herodes a cambio de la cabeza de Juan Bautista para poder besar sus labios, Strauss, con la ayuda de Hedwig Lachmann, traductor al alemán de la obra de Wilde, puso música al drama del poeta irlandés en una de las obras maestras de la lírica del siglo XX. Con una partitura turbulenta -"la histeria convertida en música", en palabras del crítico e historiador de la música Ernst Krause-, Strauss convierte el terror en el gran protagonista de la obra en la que la célebre danza de los siete velos de Salomé ante su padrastro se erige en el elemento central del drama, que culmina con una de las escenas más escalofriantes de la historia de la ópera: el momento en el que Salomé, tras cantar la belleza del cuerpo del Bautista (Jochanaan en la ópera), besa los labios inertes de su cabeza cortada.
La grabación que EL PAÍS ofrece mañana a sus lectores fue realizada en 1954 por la Filarmónica de Viena bajo la dirección de Clemens Krauss, alumno de Strauss y gran conocedor de su obra, y protagonizada por una de las grandes intérpretes del personaje de Salomé, la soprano alemana Christel Goltz, con un reparto que incluye al tenor Julius Patzal (Herodes), la mezzosoprano Margareta Kennedy (Herodias) y el barítono Hans Braun (Jochanaan).
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 1 de junio de 2007