A las grandes atrocidades, a las grandes catástrofes, les pasa lo que a las lenguas muertas. Pasado un tiempo, ya no nos dicen nada. Ni emocionan, ni duelen, ni conmueven. Nos hemos convertido en glaciales espectadores y efímeros consumidores del dolor ajeno, y ya pocas desgracias nos asombran mucho más allá del primer telediario. Sólo nos motiva lo que huela a novedad, y de esta ansia por la primicia no se libran ni las guerras. Cada una tiene su momento, y su portada. Después pasan de moda hasta caer en el olvido. Como los muertos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 14 de junio de 2007