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COLUMNA

Hombres

Tiempo atrás, en nuestra cambiante sociedad, las mujeres vivían en un estado de abyecta sumisión. Mero apéndice del varón, sin voz ni iniciativa, su presencia en el mundo externo sólo se concebía a la sombra de su dueño. Saltarse la norma no servía de nada: delinquir también es una forma de practicar la ley. Sólo casos raros, oficios casi malditos o circunstancias de peligro y carestía, guerras, naufragios y otras calamidades, permitían o más bien imponían la creación de un efímero núcleo de mujeres solas: un colectivo humano carente de reglas explícitas, de orden convenido y de signos distintivos de jerarquía, regido exclusivamente por la inteligencia natural, los sentimientos, la suma de virtudes y defectos individuales y la estricta necesidad, o sea, por la capacidad de adaptación al medio. En este mundo sin programa ni proyecto no faltaban las desavenencias, las rivalidades y las demás flaquezas de la especie, agudizadas por el apremio y las ansiedades propias del caso, pero aun así, la característica última de la relación era una protección previa y sobreentendida que, fuera cual fuese el resultado de la operación, extendía sobre la dura realidad un manto de vulnerabilidad y firmeza, dependencia y ternura. Por contraste, el mundo exclusivamente viril venía marcado por la desconfianza recíproca, la risotada grosera y jactanciosa, la competición y la brutalidad.

Esto ocurría, como he dicho, en un pasado remoto del que quedan residuos abundantes y a veces trágicos, pero en fin de cuentas desterrado de la concepción del mundo que predomina entre nosotros. No hablo de justicia ni de cuotas, sino del estado de la cuestión. Hoy las mujeres son individuos: como tales desempeñan la actividad que sea y rinden cuentas de los resultados. Aquel pequeño reducto femenino ha dejado de existir, porque si es voluntario ya no vale. En su lugar, por la ley de la compensación, ha aparecido el equivalente masculino. Hombres reunidos por el azar, obligados a entenderse y cooperar al margen del organigrama, conscientes de la irregularidad de la situación, unidos por el desconcierto, la incompetencia, la indecisión, la timidez y un poquito de peste a bar de tapas sin extractor de humos y a ropa usada más horas de la cuenta.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 18 de junio de 2007