Siguiendo los pasos de Pesaro y Edimburgo, A Coruña ha querido recuperar una de esas óperas de Rossini dejadas de lado por los caprichos de la suerte, pero cuyo interés está fuera de dudas. Se trata de Adelaide di Borgogna, estrenada al año siguiente de El barbero de Sevilla y unos meses posterior a La cenerentola. Una ópera, pues, surgida en un momento de genialidad del compositor, que supone ahora la despedida de una etapa rossiniana en el Festival Mozart, pues a partir de la próxima edición cambia de rumbo con el fichaje de Paolo Pinamonti.
Por todo ello, fue especialmente emocionante la ovación de gala, con profusión de bravos, con que fue despedido Alberto Zedda. Era por su chispeante, vibrante, eléctrica dirección musical, desde luego, pero más si cabe por haber convertido la capital gallega en uno de los lugares imprescindibles de peregrinación rossiniana. Hay que recordar el memorable estreno en España de El viaje a Reims en 2000, y en esa órbita también quedará para el recuerdo esta Adelaida primorosamente bien tocada por la orquesta española más rossiniana, bien cantada colectivamente por el coro de cámara del Palau de la Música Catalana, dirigido por Jordi Casas, y fabulosamente resuelta en el terreno vocal por un elenco encabezado por una inconmensurable Patrizia Ciofi y una imponente Daniela Barcellona. Y es que el dúo de las dos señoras de finales del primer acto, pongamos por caso, fue de los de llevarse a una isla desierta.
Adelaide di Borgogna
De Rossini. Estreno en España. Sinfónica de Galicia. Director: Alberto Zedda. Con Patricia Ciofi, Daniela Barcellona, Kenneth Tarver y Simón Orfila. Festival Mozart, Teatro Colón, A Coruña, 21 de junio.
Una ópera de Rossini, como ésta, cantada, dirigida y tocada como se hizo en A Coruña es una fiesta por todo lo alto, que hace justicia al compositor más hedonista, abstracto y desenfadado del siglo XIX. Enamoró Ciofi, estuvo fino Tarver, se mostró compacto Orfila y sacó a flote su arte arrollador Barcellona.
Pero la noche era de Zedda, con la nostalgia que siempre tienen los adioses. Su energía contagiosa, su alegría de hacer música, su vitalidad traviesa, su afabilidad pusieron el teatro en pie. No se prestó a saludar en solitario. Daba igual. Al primer descuido en que se quedó un poco separado, se armó el griterío de reconocimiento, admiración y afecto. El embajador de Rossini en la tierra se limitó a sonreír dulcemente.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 23 de junio de 2007