Soy, por ahora, el penúltimo miembro de una familia de militares. Hemos servido durante más de dos siglos bajo los diversos Gobiernos ocasionales de España. En la última Guerra Civil, la familia también se escindió. Hubo vencedores y vencidos. Estoy orgulloso de ambos, pero la trágica constante durante monarquías, repúblicas y diferentes Gobiernos ha sido la desproporción entre las misiones bélicas encomendadas y los medios morales y materiales puestos a disposición de las Fuerzas Armadas.
Desde Trafalgar hasta Anual, pasando por Cavite, Santiago de Cuba y las Lomas de San Juan, las Fuerzas Armadas españolas han pagado con su sangre y su descrédito las imprevisiones y osadías de los políticos de cualquier signo. Tengo bien asumido que un militar debe ser "sordo, ciego y mudo", según se preconizaba en la Segunda República.
Resultarían inapropiados y excesivamente caros para estos fines. Tampoco se debe otorgar uniformes ni imágenes de mando a quien no tenga la experiencia ni los conocimientos bélicos necesarios. Los ejércitos no están ligados a ninguna institución ni Gobierno. La misión de las Fuerzas Armadas es simplemente ganar la guerra. Es decir, según definición universalmente aceptada, "la continuación de la política por otros medios". Y si no es así, resultaría más honesto y lógico proclamar que "habiendo cesado las causas que motivaron su creación se disuelven con esta fecha las Fuerzas Armadas españolas".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 6 de julio de 2007