Todo se lo traga el vértigo de las vacaciones estivales. Desde que empieza el mes de julio, en los informativos de televisión se intercalan noticias sobre playas, montañas, éxodos, temperaturas y previsiones meteorológicas, carreteras y salidas; imágenes frenéticas de bañadores, agua, arena, automóviles, ciudades vacías; entrevistas con personas que se van y otras que vuelven, con la ansiedad de la felicidad, o el recuerdo de la misma, pintada en el rostro; en fin, una locura colectiva contagiosa que parece anular o minimizar cualquier información sobre cualquier otro acontecer de la vida nacional.
En septiembre volverá el imparable ascenso del Euríbor, el sueño imposible de comprar o alquilar una vivienda para los trabajadores más desfavorecidos, el aumento del desempleo después de los provisionales puestos de trabajo veraniegos; volverán otra vez las injusticias sociales, el empobrecimiento cada vez mayor de la clase media y las míseras pensiones de muchos jubilados; también volverá la tozudez trágica de los políticos nacionalistas pidiendo más independencia; y volverán, como golondrinas becquerianas, los políticos iluminados que parecen mesías y vendedores de crecepelos milagrosos, pero que no ven más allá de sus narices. Volverá la realidad, pero no pasa nada. Por lo menos, hemos tenido vacaciones.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 16 de julio de 2007