Ingmar Bergman. Maestro del cine y, también, de la televisión. Se despidió de los largometrajes para el cine en 1982, con Fanny y Alexandre, pero prosiguió su trabajo en televisión hasta llegar, con rigor y majestuosidad, a Saraband, una preciosa miniatura sobre cómo se escurre la vida. Hay un emocionante documental (un extra en el DVD del filme) sobre el rodaje de esta pieza, póstuma a sabiendas. Bergman advierte que será un rodaje arduo donde quiere llegar a lo máximo "porque es fascinante cuando uno sabe que será lo último que haga en su vida".
En esta obra, Bergman se acuerda de los personajes que abandonó en 1973, en Escenas de un matrimonio, y regresa a visitarlos. Estamos en 2003 y los encuentra desgastados, acabándose. Él, sin embargo, con 84 años, vive con una energía increíble el rodaje. "Transmite fuerza", comenta una joven actriz a quien Bergman le enseña que prefiere quedarse a un paso de la perfección que malgastar los sentimientos de sus actores buscándola. Sigue fiel al consejo que le dio otro cineasta, Alf Sjoberg, "lo que está medio escondido es más sugerente".
En el idioma sueco, más atinado en este punto que los de raíz románica, la palabra muerte es indeterminada, no tiene género. De ahí que no sea extraño una muerte masculina como la de El séptimo sello. La propia palabra señala su alcance indiscriminado. Bergman, en el citado documento, habla con sus actores, en los descansos, de Ella porque está en el corazón de la obra y piensa la muerte como "pasar de algo a absolutamente nada". Tan sencillo y tan triste.
Al final, el cineasta cuenta que no suele ver sus propias películas una vez las ha terminado. Durante el montaje, explica, cada vez las siente menos de él, "se van marchando". Y terminan siendo de los otros. Bergman, pues, se ha ido vacío y nos ha dejado sus preciosos regalos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 31 de julio de 2007