El autobús ya no va a coger a la derecha hacia el Colegio Público Integrado de Bembibre, donde he pasado mis últimos diez años, siete horas cada día, cinco días a la semana; donde he tenido buenos y malos momentos, entrando a las diez y media y saliendo a las cinco y cuarto, en un horario ridículo para un alumno de secundaria si se lo compara con un instituto urbano.
Para ir a Santiago tendré que madrugar, y no sólo variarán mis horarios o mis costumbres, sino que mi mundo conocido sufrirá un cambio radical e intenso. Espero convertirme en una mujer con futuro y para eso el bus me tiene que llevar lejos de mi vida de niña, alejarme de mi forma de ver el mundo desde un lugar pequeño y rural a un sitio donde cada uno debe arreglárselas por sí solo en medio de un montón de desconocidos.
Si cambio, si progreso, si me muevo, si intento salir de aquí, mis sueños desde la aldea sólo se verán cumplidos lejos, entre autobuses urbanos, ruido del tráfico y polución. Un cambio necesario para ser alguien en la vida y demostrarle a mucha gente que piensa que por vivir en la aldea somos inferiores. Para poder demostrar lo que valgo no puedo tener miedo, pero cuando pienso en lo que dejo, en los años que pasé aquí, en todo lo que aprendí, en el gran cambio que debo hacer, me entra miedo, temor y un poco de rabia, porque no me siento completamente preparada para afrontar un adiós que sé que posiblemente será definitivo.
Éste es mi primer adiós, pero sé que este bus que cogeré en septiembre me va a alejar para siempre de ese camino cómodo, conocido y feliz desde mi aldea al colegio y desde allí hasta mi casa. Llegará un momento en que este viaje de ida ya no tendrá un autobús de vuelta.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 2 de agosto de 2007