El pasado 15 de agosto, festividad de mamacha Asunta -como se conoce cariñosamente a la Virgen de la Asunción en el altiplano andino-, me encontraba junto a mi mujer en el Perú de viaje. Si bien la idea inicial era, como historiador, la investigación sobre el siglo XVIII, es imposible sustraerse de la maravillosa realidad andina y virar hacia el viajero que redescubre costumbres y gentes siempre apasionantes. Voy a referirme a tres anécdotas que encuadran bien el terremoto acaecido en el país.
En primer lugar, pude asistir cerca de la plaza de Armas limeña a una concentración pro-indigenista, escasa pero entusiasta, y por encima de todo pintoresca, llamativa, colorida; no dejaba de contrastar con las impresionantes construcciones coloniales. En segundo, casi a la par de aquélla, mientras negociaba un viaje a Cuzco, Puno y Arequipa, en la misma agencia de viajes un par de jóvenes se interesaban por un vuelo a Madrid. Demasiado caro. ¡Qué lección de antropología retrospectiva! En tercero, el temblor. La televisión transmitía una persistencia del imaginario colectivo: movimiento sísmico acompañado de rezos, tanto en Miraflores como en Ica, Chincha o Pisco, esto es, todos los estratos sociogeográficos.
Nos enteramos gracias a un correo electrónico de mi hermana, portavoz de la preocupación familiar. Mientras yo contestaba, otros rezaban; quizá hubiera sido mejor hacer lo mismo, pero la informática es más terrenal e inmediata. No obstante, también rezamos. Una abatida más del destino. Analizaba racionalmente los problemas, las disfunciones económicas, sociales, políticas e incluso culturales, pero los hechos me superaban: ¡qué entereza! El Cristo de los temblores cuzqueño pudiera salir de nuevo en procesión.
Mi reconocimiento hoy al hermano pueblo peruano, siempre mi admiración. Sin duda debemos ayudarles, además podemos aprender de ellos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 27 de agosto de 2007