Resulta difícil enfocar el tema de la asignatura de Educación para la Ciudadanía sin caer del lado de un punto de vista exclusivo. No obstante, la postura de la Iglesia y las instituciones educativas a que da cobijo no debiera extrañarnos; la Iglesia ha procurado siempre hacer fieles a la doctrina, no ciudadanos autónomos y responsables; la Iglesia, al menos históricamente, ha utilizado el miedo para extender el dogma, no la razón y el espíritu crítico; la Iglesia, en fin, ha defendido la ortodoxia, condenando las voces disidentes o heterodoxas a la hoguera. Lo que resulta en este caso curioso es que la jerarquía eclesiástica apele al concepto del adoctrinamiento, cuando ése ha sido tradicionalmente su seña de identidad; la Iglesia, en efecto, ha adoctrinado por los menos hasta la Ilustración para defender el dogma y asegurarse el poder, ¿cómo ahora, cuando la historia ha puesto a cada cual en su sitito, recurre, en un alarde de perversión del discurso, a que la asignatura adoctrina y no enseña?, ¿qué ha hecho la Iglesia sino adoctrinar y nunca educar? En cualquier caso, los docentes, o al menos ése debería ser nuestro propósito, debieran, desde cualquier asignatura, educar para la ciudadanía; poco importa saber raíces cuadradas, sintaxis o la tabla periódica si no sabemos lo que vertebra todo eso: que vivimos en la medida en que somos ciudadanos y nuestra finalidad es ser, precisamente, buenos ciudadanos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 6 de septiembre de 2007