En la década de los sesenta, el meteorólogo Edward Lorenz trabajó en el diseño de modelos matemáticos que ayudaran a explicar el comportamiento de la atmósfera. Una de sus conclusiones fue el descubrimiento de que incluso pequeñas variaciones en los datos de partida podían dar lugar a grandes diferencias en los resultados de las predicciones. Haciendo uso de un antiguo proverbio chino, Lorenz sugirió que el aleteo de una mariposa en Pekín podía producir una perturbación suficiente como para provocar una tormenta en el otro extremo del planeta, en Nueva York. El así llamado efecto mariposa es característico de los sistemas caóticos y describe la amplificación de los efectos producidos por pequeños cambios en las condiciones del sistema.
Pero el efecto mariposa no sólo es aplicable al comportamiento de la atmósfera. Podemos aplicarlo al devenir del hombre y a las circunstancias que marcan las condiciones de vida en cualquier parte del planeta: el llanto de un niño hambriento en Darfur o Somalia; el dolor de una madre palestina ante el cuerpo del hijo asesinado; la angustia de un emigrado en el cayuco que naufraga; la desesperación e impotencia de quien lo ha perdido todo -incluso familia- por el devastador efecto de un huracán, terremoto o tsunami, o la tragedia de quien tiene que abandonar su tierra forzado por la guerra. Estos terribles hechos no son sino aleteos de mariposa que, tarde o temprano, acabarán provocando tempestades en lugares remotos, en nuestra vecindad.
No debemos permanecer impasibles ante la tragedia. Su causa nos pertenece tanto como a ellos y, a buen seguro, en algún momento nos alcanzará el efecto producido por el aleteo de su mariposa.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de septiembre de 2007