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Crítica:

'Grandeur' y zozobra

Las grandes colecciones de arte son aquellas que, al reunir las obras, llevan el conjunto un paso más adelante. La colección de dibujos franceses de Louis-Antoine Prat, que se expone en Barcelona, logra resumir la grandeza del género entre los siglos XVII y XX.

No es frecuente que las instituciones expongan con carácter monográfico colecciones privadas, lo normal suele ser que el contacto con los particulares se establezca para solicitar el préstamo de alguna pieza puntual. Tampoco el mundo privado es demasiado amante de propagar a los cuatro vientos sus tesoros, a no ser que se quiera venderlos o establecer negociaciones con museos o entidades públicas para un posible depósito. Pero no parece ser el caso del novelista y connaisseur Louis-Antoine Prat, responsable de proyectos del Departamento de Artes Gráficas del Musée du Louvre y autor de los catálogos razonados de la obra sobre papel de Poussin, Watteau, Fragonard, Ingres y David. La Colección Prat, centrada exclusivamente en dibujo francés de los siglos XVII al XIX, consta en la actualidad de 230 piezas. Fue iniciada en 1974 y, desde entonces, se ha ido configurando a partir de adquisiciones, intercambios y ventas, siempre a la busca de la perfección, de la pieza clave, componiendo un gran puzle que se convierte también en una obra de arte en sí misma, retocada y completada con sublime obsesión.

PASIÓN POR EL DIBUJO

De Poussin a Cézanne

Caixafòrum

Avenida del Marqués de Comillas, 6-8. Barcelona

Hasta el 9 de diciembre

Caixafòrum muestra en Barcelona los 100 mejores dibujos de esta exquisita colección parisiense presentados en cuatro grandes apartados: El siglo XVII, sensual y fantástico, El siglo XVIII, Los maestros del neoclasicismo y Del Romanticismo al siglo XX. El comisario es Pierre Rosemberg, amigo y colega de Prat y presidente-director honorario del Louvre. El conjunto es una apología del arte concentrado del dibujo y, naturalmente, de lo francés a ultranza. Es curioso observar cómo el dibujo puede mantener impoluta una frescura que no siempre alcanza la pintura, a veces, demasiado encorsetada en la figuración convencional o relamida. Tal es el caso de Charles Le Brun -autor de unos bocetos exultantes-, del coqueto Boucher y de Antoine-Jean Gros, cuyo esbozo de los Apestados de Jaffa raya lo delirante y se anticipa a las caligrafías surrealistas de André Masson.

La enamorada al piano, de

Eugène Delacroix, es una Marie Laurencin avant la lettre en sus mejores tiempos, y el fabuloso Tobías y el ángel, un Dalí. Ingres está bien representado con sus célebres retratos burgueses y el esbozo neoclásico del Sueño de Ossian. Pero, si en los apartados anteriores todo convive en perfecta armonía -el orden con la sensualidad, lo clásico con lo discretamente desmelenado-, al entrar de lleno en el siglo XIX se produce un interesante choque que rompe la inminente amenaza de monotonía de lo perfecto. Al lado de la corrección absoluta de los dibujos de Millet y Degas, y de la rareza de un retrato femenino firmado por Baudelaire, aparecen Victor Hugo, con unas espléndidas y apasionadas tempestades, Seurat y Cézanne, con premoniciones del cubismo, y Odilon Redon, con una inquietante, hermosa y melancólica cabeza suspendida, claro reflejo de Edgar Allan Poe. Prat llega justo al umbral del arte moderno, se asoma, lo cata en su esplendor primigenio y, al vislumbrar la zozobra que puede contener, se gira para contemplar embelesado los bocetos del escultor Carpeaux para el teatro de la Ópera de París, crepuscular y escenográfica demostración de una pasada grandeur.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 22 de septiembre de 2007