Hay un aspecto del brutal ataque a una joven ecuatoriana en el metro de Barcelona que no ha sido suficientemente comentado, y es la reacción, o más bien, la ausencia de reacción, de la tercera persona presente en el vagón.
Que alguien menudo no se atreva a enfrentarse físicamente con un energúmeno alto, violento e imprevisible puede comprenderse, aunque la reacción conjunta de dos personas indignadas -él y la víctima- no siempre es desdeñable. Pero que, una vez desaparecido el agresor, este testigo permanezca inmóvil e impávido, sin ni siquiera acercarse a la víctima para ofrecer ayuda o consuelo, debería resultar incomprensible; tan incomprensible como que algunos medios que emitieron la noticia no consideraran que merece un comentario.
En todos los casos de violencia y acoso (y esto incluye el entorno doméstico, el instituto y el trabajo), la intervención de los terceros resulta vital, puesto que la mayoría de las personas entramos en esta categoría.
Y sólo si nos enfrentamos con quien maltrata y nos solidarizamos con quien sufre el ataque podremos evitar que nuestra sociedad, en su totalidad, se componga únicamente de víctimas y maltratadores.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 24 de octubre de 2007