Es la obra artística del año. La grieta de la Tate Modern, en Londres. Una ficción auténtica, concebida por la escultora colombiana Doris Salcedo. Con más de cien metros de largo, la grieta recorre todo el suelo del bajo de la galería, y la visión desde las plantas altas resulta muy perturbadora. En la distancia, la grieta se hace verosímil, parece tomar conciencia de sí misma, a punto de progresar y resquebrajar el centro del arte, mientras el edificio como tal se mantiene taciturno, en una tensión vigilante, como si meditara en el desenlace del cuento de Pedro y el lobo, y en el potencial ciertamente peligroso de las metáforas que alberga. Hay otras creaciones de Salcedo en una pequeña sala convertida en una especie de desván subconsciente donde se custodian algunos de sus muebles demasiado humanos. Pero la gente se aglomera en la grieta. Hay millares de visitantes al día que la exploran, escudriñan en la oscuridad de la hendidura y, al fin, se agachan, la palpan, montan a horcajadas el vacío, se fotografían tumbados como puentes sobre ella. Hay en la multitud una identidad compartida de la grieta. Es el principio de realidad. El arte recupera las manos sinceras cuando descubre lo oculto. Es desolador cómo algunas grietas sociales se confunden con el paisaje. Se aceptan como grietas naturales o causadas por la fatalidad. Ésa es la peor grieta. Las grietas se fabrican. Pensábamos que el negocio era construir. Pues no. Muchas grandes fortunas se han hecho explotando grietas. En España se habla mucho de las grietas de Fomento, que es el ministerio de grietas, como su nombre indica. Pero ésas son grietas que arregla la ingeniería. Hay otra grieta más difícil de tapar. La repugnante grieta mental provocada estos tres últimos años por una calaña como estrategia para la conquista del poder. Los agrietadores no saben ahora qué hacer con la grieta. Que monten una exposición.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 3 de noviembre de 2007