El pueblo llano se reconoce en ellos; los personajes de las series españolas forman parte de la cotidianidad del espectador, hay generalizado cariño respecto al jovial presente de gente tan nuestra, te hueles que su futuro va a ser interminable, su expresividad coloquial, gestualidad y latiguillos se han hecho abusivamente populares, la medición de audiencias y la consecuente publicidad los bendice. Y yo me siento como un marciano ante lo que se supone que está retratando el aquí y ahora, me la suda su humana problemática, no me afecta su interés humano ni el sociológico. Y te identificas con aquella amarga certidumbre de Leo Ferré: " Soy de otro país que el vuestro, de otro barrio, de otra soledad".
Veo los primeros capítulos de series lujosas y presuntamente terroríficas como El internado, retorcidos culebrones de toreros adúlteros como Herederos, recreaciones amables y con afanes cómicos de universos entre castizos y lumpen como El síndrome de Ulises, y sientes que nunca te van a crear adicción. Y te sigue asaltando la estupefacción al constatar el éxito ancestral y puntual, la conexión inmediata con el gran público, de las series que se inventa el temible José Luis Moreno, el triunfo de la ordinariez satisfecha, de los tópicos raciales, del costumbrismo cochambroso.
Llevo bien mi desencuentro con los productos de la tierra, no me siento marginal ni raro. Gracias al convencimiento de que el mejor cine actual tiene formato y aroma de serie norteamericana. Cualquier producto con la marca HBO es garantía de clase, talento, atrevimiento. ¿Existen mejores películas en los cines que Los Soprano, Deadwood, Roma, A dos metros bajo tierra y The wire? La última, el retrato más lúcido y pavoroso de los mecanismos del narcotráfico que yo he visto nunca, jamás se ha exhibido en las televisiones de este país, ni gratis ni pagando. Y alucinas ante esa ignorancia o ese desprecio.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 7 de noviembre de 2007