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Análisis:EL ACENTO

Desapariciones en Santa Cruz

El palacio de Santa Cruz, sede emblemática del Ministerio de Asuntos Exteriores y que sirve principalmente para recepciones oficiales, adolece de medidas de seguridad suficientes.

Al menos, su biblioteca, situada en el sótano, de la que han sido robados cerca de 300 libros

de valor histórico

y económico, según fuentes conocedoras

de las pesquisas que

ha emprendido el ministerio y la policía.

Cuando trascienden hechos como éste no cabe sino defender más aún la necesidad

de que los medios

de comunicación denuncien las negligencias que se dan en no pocos centros públicos. ¿Qué habría pasado si este diario no hubiese puesto en alerta al público sobre el caos que parece haber reinado en la biblioteca?

Hace apenas dos meses se descubrió en la Biblioteca Nacional

el robo de una serie

de mapas muy valiosos, lo que le costó el cargo a su directora, la escritora Rosa Regàs, que no informó

de la sustracción inmediatamente al ministro de Cultura. Gran parte de los mismos han sido recuperados en Nueva York, Buenos Aires

y Sidney, pero siguen aún en paradero desconocido otros cuatro documentos. Su sucesora, Mercedes del Corral, ha indicado que a partir del próximo enero se va a realizar un inventario anual de los fondos que existen en dicho lugar. Resulta increíble que no se haya hecho eso antes.

La biblioteca del palacio de Santa Cruz, que reúne cerca de 30.000 volúmenes, se ha convertido en una especie de plaza pública donde apenas nada

se controlaba. A comienzos de la presente legislatura,

el ministro Moratinos ordenó que se hiciera una revisión exhaustiva de los libros existentes en esa dependencia y se pudo detectar el desastre: desaparecidas obras de los siglos XVI, XVII y XVIII. En su mayor parte son desapariciones que vienen de años.

Ya puestos, se ha podido llegar a la conclusión de que el vetusto edificio, que originalmente en el siglo XVII sirvió de cárcel, apenas cuenta con medidas de seguridad. Nadie se preocupa demasiado de controlar bolsas

y carteras de los visitantes y, menos aún, de visionar las grabaciones de las cámaras que hay. Y hasta hace bien poco, en la biblioteca reinaba la mayor confianza: nadie cerraba la puerta porque el interior olía.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 13 de noviembre de 2007