A pesar de la decepción de sus últimos discos, la nueva visita de Sonny Rollins a Barcelona había despertado bastante expectación. El Palau de la Música se llenó hasta el órgano y el saxofonista volvió a triunfar a lo grande. Como si el paso de los años no le afectara, Rollins sigue casi idéntico a sí mismo. Hace ya un par de décadas (o más) que se quedó anclado en el tiempo repitiendo los mismos tics (aún efectivos, eso sí), los mismos temas y, sobre todo, la misma manera de interpretarlos. El concierto fue caluroso y efectivo, pero con regusto a cosa conocida, algo que no se le debe permitir a un gigante del jazz, la autoproclamada música de la sorpresa.
El concierto del pasado viernes podía haberse celebrado hace 10 años, o hace 15, y habría sonado igual. Igual no, porque si algo ha perdido Rollins es, lógicamente, parte de la potencia de antaño, aquella que convertía su saxofón en una locomotora desbocada capaz de hilvanar frases y frases sin solución de continuidad cortándole la respiración al oyente. Ahora todo es más contenido y su sonoridad, todavía rugosa y penetrante, ya no vapulea al espectador, pero sigue conservando todas sus cualidades comunicativas.
Sonny Rollins.
Palau de la Música. Barcelona, 16 de noviembre.
Saxo en mano, Rollins puede explicar la misma historia mil veces de la misma forma y mil veces se la creeremos, nos atrapará como si fuera nueva. Así sucedió en el Palau: cuatro estándares, un calipso y, al final, el desparrame habitual de su Don't stop the Carnival que todavía levanta pasiones. Sin bises ni más concesiones. Algo más de 100 minutos en los que hubo un poco de todo: los largos desarrollos del líder se alternaron con repetitivos solos de guitarra y de percusión. Sólo sus dos eternos acompañantes, el trombonista Clif Anderson y el bajista Bob Cranshaw, se mostraron a la altura con intervenciones contundentes.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 19 de noviembre de 2007