Unos 55 millones de habitantes, casi 600.000 kilómetros cuadrados, cerca de 4.000 kilómetros de costas y apenas por debajo de los 20.000 euros de renta per cápita. Ésos serían los datos sinalagmáticos de una nueva y formidable potencia europea que hace unos meses el Nobel portugués José Saramago quiso conjurar con la palabra, formulación a la que acaba de sumarse otro Nobel de Literatura, el alemán Günter Grass: la unión federal de España y Portugal, el sueño iberista hecho realidad.
Un Estado de esa naturaleza sería uno de los cinco grandes de Europa, sólo superado por Alemania con sus 85 millones de habitantes, y estaría virtualmente a la par de Italia, Reino Unido y Francia, que tienen cada uno entre 58 y 60 millones. Más aún, por superficie sería el mayor Estado de la Unión Europea, puesto que Francia, hoy líder continental del kilómetro cuadrado, sólo tiene 550.000.
Pero los sueños sueños son. Para empezar, una mayoría de portugueses, que son a los que no les preguntan en las encuestas, no sólo votaría que no en un hipotético referéndum sobre la materia, sino que haría denodada campaña para impedir que, en palabras de muchos lusitanos, España absorbiera Portugal.
El antiguo dictador Oliveira Salazar tenía un ministro que decía que Portugal tenía que aferrarse a sus colonias africanas hasta el último escudo y el último soldado, porque de no hacerlo así acabaría engullida por España.
Aunque a este lado de la raya el asunto despierta tanto menos recelos como apoyos, la propuesta no lograría convencer jamás a una mayoría de españoles, que se sienten ya más que surtidos de naciones con el País Vasco y Cataluña, como para añadir un quebradero de cabeza y suspicacia a la lusitana.
Es perfectamente razonable argumentar que si los españoles no pasaran al año cientos o aun miles de horas discutiendo sobre dónde acaban y comienzan lo que Benedict Anderson llamó "Comunidades imaginadas", a estas alturas habrían ganado docenas de premios Nobel en las más variadas disciplinas.
Pero es que hay ciertos deberes nacional-escolares para los que no puede haber curso repetidor; se aprueban en su día, básicamente el siglo XIX, o hay que conllevarse. Por eso, la sin duda inestimable unión con Portugal no aparece a día de hoy ni en los posos de las hojas de té.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 24 de noviembre de 2007