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COLUMNA

Apocalipsis a la carta

Un Apocalipsis invita a vivir. Lo decía el anglista y poeta Bernd Dietz en un libro editado a finales del siglo pasado. El tiempo ha transcurrido, se han sucedido los Apocalipsis y el poeta sigue estando en donde estaba, es decir, en lo cierto. Necesitamos la próxima catástrofe como necesitamos el agua embotellada que bebemos o el aire putrefacto que inhalamos con regularidad. Los desastres anunciados animan (sobre todo) a sus anunciadores. Entretanto, entre Apocalipsis y Apocalipsis, ejercemos nuestra segunda profesión (que es tal vez la primera, esto es, el turismo compulsivo) aprovechando alguno de los puentes del jacarandoso calendario festivo celtibérico. Los profetas del desastre hacen puente, lo han hecho, siempre lo hacen. Estos primeros días de diciembre, gracias al puente de la Inmaculada, los profetas han bajado del púlpito y han tomado el avión. Las soflamas han cesado por unos cuantos días. Todos hemos sentido un gran alivio. Los vaticinadores del Apocalipsis han hecho puente en esta España rota, que al parecer no debe estar tan mal, tan craquelada o tan intransitable como ellos mismos juran un día sí y al siguiente también (a excepción de los puentes y festivos).

Uno pensaba que la educación tiene bastante más que ver con una carrera de fondo

Por su parte, los hermeneutas de la Euskadi o de la Euskalerria convulsa también han hecho puente en este país que sólo ellos entienden. El caso es que unos y otros han volado, dando muy mal ejemplo a la ciudadanía que tienen o pretenden tener en estado de alerta.

Porque a los ciudadanos, como dice Bernd Dietz, esto de los Apocalipsis, más que nada, nos invita a vivir. Lo que nos preocupa y nos amustia es la subida de la leche y del pan y no el destino de las patrias, ni la última decisión del Tribunal Supremo, ni siquiera el dichoso Informe PISA, convertido estos días en serpiente o culebrón de invierno. Hacía falta un nuevo Apocalipsis, el de la educación, y el informe de la OCDE ha llegado como un anticipado regalo de Navidad. Llanto y crujir de dientes en algunos papeles y pantallas, aunque todo parece indicar que la cosa no da para mucho, ni en España ni en el país campeón del informe: Finlandia.

En Euskadi el informe, con ese examen realizado mayoritariamente en castellano con objeto de mejorar los resultados, ha dado al menos para corroborar la inconsecuencia del Gobierno vasco y su torticería proverbial en estos asuntos. En cuanto a los fineses, no gastan mucho más que los españoles en educación (16.000 dólares por alumno frente a 14.000) y, por contra, sus profesores están peor pagados (un 10 % menos) que los nuestros. De modo que no todo es cuestión de dinero. Los malos resultados obtenidos por España a nivel general han excitado a algunos afiliados al desastre. Uno pensaba que la educación tiene bastante más que ver con una carrera de fondo que con la prueba de cien metros lisos, pero uno puede estar equivocado. Uno pensaba, de la misma manera, que desde Sainz Rodríguez y su Plan de Bachillerato no se había hilado demasiado fino en las aulas españolas, o sea, que la cuestión viene de muy atrás, mucho antes de que todos gravitáramos en la nueva galaxia Marconi.

De acuerdo: la educación es un desastre. Todo es un gran desastre. Pero nadie en su sano juicio desearía volver al año en que el ministro Sainz Rodríguez diseñó su magnífico plan de Bachillerato. Me lo dijo hace años un profesor querido y respetado: "Desengáñese, cualquier tiempo pasado fue peor". Tenía razón Manuel Tuñón de Lara, lo mismo que Bernd Dietz.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 11 de diciembre de 2007