Lo he conservado entre mis recuerdos durante mucho tiempo, no en el fondo de la trastienda de la memoria, sino bastante adelantado, como quien dice cerca de la puerta. Quizá porque pertenece a esa categoría de recuerdos que no son sólo privados, que se ajustan con la memoria histórica. Éramos niños, estábamos en clase en uno de esos días previos a las vacaciones en los que la dinámica lectiva ya andaba manga por hombro y se consentían, a cuaderno cerrado, otras actividades. Nuestra profesora nos habló de cuando era niña; de los regalos navideños que le hicieron un año de la II Guerra Mundial: "unos zapatos con suela de madera que me había fabricado mi padre, y dos onzas de chocolate". A nosotros, que éramos ya unos niños sin guerra, aquellos nos parecieron regalos inatractivos y birriosos. A fuerza de colocar este recuerdo cerca de la puerta de mi memoria, lo he visto muchas veces al entrar, y he ido comprendiendo el extraordinario valor de aquellos regalos, su tesoro de afecto y de resistencia frente a la adversidad.
A los niños habría que darles la oportunidad de construirse aficiones y gustos por sí mismos
No creo que ninguno de nuestros niños le envidie a mi profesora las circunstancias que le tocó vivir -las más indeseables que se puedan imaginar- ni sus regalos. Y sin embargo creo que ella disfrutó de algo de lo que los niños de las sociedades opulentas no disfrutan ya. Me refiero al valor de aquellas dos onzas de chocolate, a su sabor más que excepcional, casi milagroso, que seguro que ella prolongó al máximo en su boca y luego en su memoria. ¿Qué podría hoy producirles a nuestros niños un impacto similar? ¿Qué podríamos regalarles que recibieran con una emoción comparable en intensidad y duración? Bajo aquellos bombardeos literales no cuesta atribuirles a dos onzas de chocolate el sentido de oasis o antídoto del miedo o de argumento material para la esperanza o de anticipo de la libertad, con todas sus enseñanzas.
En estas fechas y en esta parte del mundo (en otras, dos onzas de chocolate son aún un tesoro), los "bombardeos" a los niños son de otra naturaleza: cargamentos de anuncios que les incitan a desear y enseguida a olvidar lo que acababan de apetecer, porque el siguiente regalo ya está esperando en el siguiente anuncio... A ese ritmo el deseo y el cansancio de algo conviven pared con pared, como construcciones adosadas. La felicidad y la insatisfacción son tan vecinas que a menudo se confunden; igual que las sonrisas por el regalo que se acaba de recibir, con el llanto por el que aún no ha llegado, y que acapara por eso todo el protagonismo. El regalo que falta es el que se quiere y duele más, porque esa es la naturaleza del deseo humano: avivarse en ausencia.
En los países nórdicos -que son el lugar de donde proviene el barbudo hombre de rojo con el trineo cargado de paquetes- está prohibida la publicidad dirigida a los menores de siete años. La razón oficial es que los más pequeños no pueden distinguir la intención de venta que encierran los anuncios. Yo apruebo esa decisión política. Y creo que merecería justificarse además con un segundo argumento: el de darles a los niños la oportunidad de construirse aficiones y gustos por sí mismos, con materiales de sus propias cosechas; es decir, el de impedir que todos sus deseos les vengan dictados, organizados, desde fuera y desde el principio. Felices Fiestas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 23 de diciembre de 2007