La Navidad, tal como actualmente la vivimos, es un invento relativamente moderno. Antes, el nacimiento de Cristo se consideraba un mero trámite biológico, importante por necesario, pero sin relieve. Los Evangelios lo despachan en unos pocos párrafos para concentrarse en la vida pública y la pasión de Jesús, y lo mismo hacen los padres de la Iglesia. En la antigüedad la niñez era una etapa azarosa, formativa y transitoria, y los niños eran unos seres humanos a medio hacer, unos trastos inútiles que los padres, abuelos y demás parientes mantenían y soportaban en parte por amor y en parte como inversión para el día de mañana. El consabido báculo de la vejez.
Hoy es al revés, en virtud de un extraño proceso de involución que nos ha llevado a considerar la vejez, obsoleta, la madurez, traumática, y la juventud, estúpida, quizá porque vivimos inmersos en un mundo de apariencias, que valora más la expectativa que la realidad, más las promesas que las realizaciones.
Sea como sea, hoy los niños son los protagonistas del gran teatro del mundo: cantan, bailan, posan, son el objeto preferente de las campañas publicitarias, aparecen en la prensa rosa y amarilla, y en casos extremos, pero no escasos, van a la guerra armados hasta los dientes. Menos aprender a leer, hacen de todo.
Esta idea subyace, seguramente, en la reciente oleada legislativa encaminada a precisar y salvaguardar los derechos de los niños, lo cual, a mi modo de ver, es un error, primero porque no creo conveniente aislar a un grupo del conjunto de la humanidad, aunque sea con fines benéficos, y en segundo lugar, porque si el instinto natural, la capacidad de afecto de los humanos, el respeto a las normas y el sentido común no bastan para proteger a los niños de sus padres, de poco servirán las leyes.
Pero eso es otro asunto. Mañana es Navidad. Felices fiestas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 24 de diciembre de 2007