En su último discurso sobre el estado de la Unión, un disminuido George W. Bush ha dejado explícita su herencia envenenada. Es lo que ha llamado "asuntos sin concluir" (unfinished business), entre los que destacan las guerras de Irak y Afganistán, que se suman a lo que calificó de "incertidumbre" de la situación económica. Bush cogió de manos de Bill Clinton unas cuentas públicas en superávit. Las devuelve con un enorme déficit y al borde la recesión, y con un mundo más inseguro, no sólo por los ataques del 11-S contra Estados Unidos, sino por la forma en que su Administración reaccionó.
A pesar de hallarse con sus peores índices de popularidad, Bush no utilizó esta plataforma para enmendar errores. Aunque no pudo mostrarse triunfalista. Incluso respecto a la guerra de Irak tuvo buen cuidado en no prometer nuevas retiradas de tropas, a la espera de lo que recomiende el general David Petraeus. Poco provecho pudo sacar así de los progresos obtenidos con el cambio de estrategia. Al final, fue el simple regreso al discurso del miedo.
Ya le queda a Bush menos de un año en la Casa Blanca. Pero aún dispone de gran capacidad para cometer despropósitos -podría ordenar atacar Irán, por ejemplo- y dejó claro que ejercería su derecho de veto si el Congreso, controlado por los demócratas, le remitiera proyectos de ley que implicaran subidas de impuestos. Quizás su penúltimo servicio sea lograr un consenso sobre un paquete de estímulo del consumo para una economía estadounidense en desaceleración.
Entre los asuntos sin concluir queda la reforma de la sanidad pública o el gasto energético. Poco importa. Sus conciudadanos han dejado de mirar a la Casa Blanca y están pendientes de las primarias para ver quiénes se enfrentarán para sucederle en enero próximo. Alguien con una mayor talla intelectual y moral que el actual presidente.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 30 de enero de 2008