Cuando en octubre de 1999 mi padre falleció en nuestra casa, junto a la vega del río Águeda, después de que en tres años un cáncer lo devorara a los 53 años de edad, lo hizo con dolor. Porque duele dejar de escuchar las risas de una hija de 16 años y las historias otra, estudiante de segundo de Sociología. A mi padre le dolió mucho despedirse de mi madre. Cuando en sus últimas horas decidimos sedarlo para evitarle la angustia que produce empezar ese viaje del que no se regresa y que se hace siempre tan solo, lo hicimos para evitar que le doliera también el alma. Debe de doler mucho saber que te vas a perder la próxima primavera. Por eso, Rajoy me ofendió cuando en la entrevista con Iñaki Gabilondo, acusó a las personas que decidimos sedar a nuestros familiares ante una muerte inminente de "no hacer todo lo posible para que viviera". Porque no hubiera deseado nada más en el mundo que tener esa posibilidad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 9 de febrero de 2008