¿Qué es un ex concejal? ¿Qué hay en un ser humano para que la condición de ex concejal decida su vida o su muerte? La existencia de Isaías Carrasco pendía de esa circunstancia. Los medios han hablado de ese modo: Isaías Carrasco era un ex concejal. También podría hablarse desde otros puntos de vista: Isaías esa un padre, era un trabajador; era un socialista, era un varón. Pero los medios se han visto obligados a subrayar el recuerdo de un antiguo y humilde cargo público. Ser ex concejal ha determinado su muerte, y ha determinado su vida, y la de su mujer y la de sus hijas. Los asesinos sabían que era un ex concejal y por eso lo han matado.
El día de ayer provocó una grotesca confusión terminológica. Todos los periodistas decían, decíamos, que Isaías Carrasco era ex concejal. La deriva fonética llevaba una y otra vez a llamarlo concejal y a rectificar a toda prisa, para recordar que no, que no era concejal, que era ex concejal. Pero asesinar a un ex concejal no es ningún salto cualitativo ni establece ninguna nueva frontera. Asesinar a un ex concejal es tan trágico, tan duro y tan tremendo como asesinar a cualquier otra persona. Asesinar a un ex concejal es tan horrendo y repugnante como asesinar a un concejal. Un concejal no es asesinable. Un ex concejal tampoco. Nadie debería serlo. E Isaías Carrasco era sobre todo una persona recorrida por virtudes y defectos, condiciones personales de las que nada sabemos los que jamás le conocimos, pero que hoy tienen presentes su familia, sus amigos y todos los que le querían. Para ellos todo eso era mucho más importante que ser ex concejal.
Asesinar a un ex concejal es miserable: tan miserable como asesinar a un concejal
Frente a quienes relativizan el paisaje ético de la política, frente a quienes invierten su limitada inteligencia en elucubraciones históricas o económicas, frente a los que proclaman, con aire suficiente, que el conflicto vasco es algo arduo y complicado, frente a los sofistas que se revuelcan diariamente en la miseria moral, hay que plantarse y decir no. La vida está llena de grises, pero en los extremos del espectro asoman, con radical definición, sin la más mínima duda, el bien y el mal.
A pesar de los miserables que no creen en esas cosas hay que repetir que existen el bien y el mal, que existen los malos y los buenos. Y aquel que asesina a otro hombre jamás encontrará idea, excusa, hipótesis o argumento que pueda justificar su imbecilidad moral. Más le valdría creer en el arrepentimiento y el perdón, porque el día en que por fin abra los ojos, lo quiera o no, tendrá que soportarse a sí mismo.
Claro que existen el bien y el mal. Y existen los malos y los buenos. Los buenos salen a trabajar todos los días, después de haber besado a sus hijos o después de haber discutido con ellos, y cumplen con sus obligaciones o las incumplen entre errores y negligencias, y vuelven al hogar para seguir siendo felices o dispuestos a serlo al menos por un día. Pero en sus aciertos y en sus equivocaciones y en su trabajo y en su miedo y en su risa y en su llanto habita la dignidad. Por eso, al morir, toda esa gente deja sobre la tierra el calor de su familia y el sudor de su trabajo, las pequeñas conquistas que merecen los hombres o el recuerdo de sus enormes fracasos. Y sin embargo hay otros, unos pocos, cuya única cosecha será dejar entre nosotros su negritud moral, su escoria, sus heces, sus despojos, la memoria de todo el mal que hicieron y del que sólo ellos son responsables.
La política jamás será una excusa. La política jamás redime al asesino. Por eso asesinar a un ex concejal es miserable: tan miserable como asesinar a un concejal.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de marzo de 2008