Probablemente, el 18 o 19 de noviembre de 1676, se encontraron en La Haya y estuvieron conversando juntos durante varios días dos de los pensadores modernos más decisivamente influyentes en nuestra época: el holandés, de raza judía, oriundo de la península Ibérica, Baruch Spinoza, y el alemán Gottfried Wilhelm Leibniz, el primero ya en el ecuador de la cuarentena, y el segundo con 30 años recién cumplidos. Les separaba, así, pues, una generación, que marcaba en cada caso el inicio o la plenitud de la madurez, además de sus respectivos temperamentos, modos de vida y actitudes, pero no su común afán de explicar la realidad desde una perspectiva estrictamente racionalista, que abrirá la puerta a nuestro mundo secularizado. Tomando como punto de referencia el histórico encuentro entre estos dos pensadores, Matthew Stewart ha publicado un ameno y brillante ensayo didáctico, de orientación biográfica, cuya traducción castellana acaba de publicarse con el título El hereje y el cortesano. Spinoza, Leibniz y el destino de Dios en el mundo moderno (Biblioteca Buridán). El hereje, casi no hay ni que señalarlo, era Spinoza, que no en balde, en 1656, había sido maldecido y expulsado de la comunidad hebrea local, primer episodio de otros muchos que le convirtieron en constante piedra de escándalo, mientras que el cortesano era Leibniz por vocación y destino. Sin disimular su personal simpatía por el holandés "errado", Stewart no sólo da por sentada la preeminencia y, por tanto, la influencia de éste sobre Leibniz, lo cual es innegable, sino que considera que el ambicioso y cosmopolita germano construyó todo su sistema filosófico de una manera reactiva frente aquél, inaugurando un debate que considera aún no cerrado.
Sea como sea, en el bien documentado libro de Stewart, a pesar del completo panorama histórico-cultural que hace de ese momento, no se menciona al pintor Jan Vermeer (1632-1675), que murió justo un año antes del mencionado encuentro entre Spinoza y Leibniz, no sin haber realizado una deslumbrante obra artística, que es quizá el ejemplo más conspicuo y refinado de lo que se ha dado llamar "realismo óptico", donde la materia se hace luz, trasluciendo como el cristal, y donde la quietud deviene movimiento continuo, reflejando sus cuadros las obsesiones básicas de las mentes de este par de pensadores contemporáneos. Aunque Vermeer murió en la pobreza y su memoria fue sepultada durante casi dos siglos, su obra se distingue poderosamente de los prodigiosos maestros de su época por esa manera luminosa de atomizar lo compacto y esa forma de hacer sutilmente rebullir el silencio y el reposo. De repente, un mundo que es sólo lo que es, se nos muestra con insólita belleza inagotable y como una invitación permanente a mirar lo que hay y lo que pasa.
En el capítulo 12 del libro de Stewart, titulado 'Punto de contacto', se nos relata cómo debió ser el lugar donde se encontraron Spinoza y Leibniz, descendiendo luego imaginariamente el autor a una descripción de mil detalles sobre los que resultaría muy difícil conjeturar sin haber contemplado un iluminado interior de los pintados por Vermeer. -
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de marzo de 2008