En la década de los cincuenta, quince mil grupos de doo-woop (duduá, en versión española) grabaron al menos un disco. Todos procedían de las ciudades industriales del norte de Estados Unidos (Detroit, Chicago, Filadelfia, Baltimore) y se consagraron a un objetivo único: ofrecer sus armonías vocales al éxito americano. Una entrega en cuerpo y alma. La del alma es la parte que aquí nos interesa.
Tenor, barítono y bajo. Los ensayos se podían confundir con una diversión pasajera, callejera, o una invocación guerrera zulú. Cantar al unísono una melodía y buscar un eco entre las ruinas de lo que fueron edificios de una incipiente burguesía, abandonados ante las sucesivas oleadas migratorias, lugares llenos de extenuación y olvido: frente a muros en parques públicos, recepciones de antiguos hoteles, paradas de metro vacías, bóvedas... Nunca fue tan cierta la frase de Calvino: "Buscar lo que no es infierno en el infierno y darle espacio". Un esfuerzo que iba del lamento del blues a un júbilo desconocido, quizá inexistente y vacío, sin duda necesario. Ya en el estudio de grabación, ese afán se unía a la precariedad de medios y a trucos que simularan una calidad suntuosa: básicamente, saturar la reverberación hasta la orgía. Todo ello quedó registrado en la textura de las voces, y el eco se volvía una fe ciega en la recompensa. Grabar en ese momento único de la verdad dejaba en el sonido una huella que era la suma, no de las voces, sino de las voluntades. Y el tiempo ahondó esa huella. Cincuenta años después, al oír esas viejas canciones, olvidamos el carácter efímero con que fue concebida esa industria de baladas en cadena. Las canciones se han vuelto tres minutos de belleza hiriente que remiten a un sinuoso rumor a las puertas del infierno o, por el contrario, a una plena y pura música angelical.
El cine y la literatura han hecho uso de la vertiente oscura. Así sucede con la película Melodía de seducción (cuyo título original, Sea of love, remite al éxito de los Honeydrippers y es la clave de la historia en más de un sentido) o el cuento de Truman Capote Hola, extraño (Hello, stranger, la solista es Barbara Lewis, pero los coros, inigualables, pertenecen a los Dells). Pero sin duda es en Blue Velvet, de David Lynch, donde, a través de esa música, se superponen mejor las tinieblas interiores al infierno de Dante: "Así la bestia, que hacia mí venía / me empujaba sin tregua, lentamente / al lugar en el que al sol no se le oía". De ese inquietante empleo quizá se deduzca que aquellos quince mil grupos sólo fueron minúsculos faustos de ghetto. Pero queda el alma que allí se entregó. Quien quiera comprobarlo, sólo tiene que buscar 'Persuasions+Lookin for an echo' en YouTube, un fragmento del documental de 1990 A capella, y comprobar que el afán de quince mil es el júbilo de uno, y lo es cada vez. Que el canto de gloria ha sido escuchado por los ángeles, y están conformes.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 5 de abril de 2008