El Ayuntamiento de Barcelona es capaz de convertir una buena idea en un desastre. Ahí van dos ejemplos. José Ángel (de 45 años) se hizo socio del servicio de bicing a las primeras de cambio. Se acaba de dar de baja. Harto. Todas las noches tomaba un vehículo, sobre las 23.00, salía de trabajar y se montaba en la bicicleta. Llegaba a su casa, en Sant Martí, en 10 minutos. Un viaje placentero, y empezaba el calvario: ni un hueco para dejarla. Hubo noche en la que recorrió hasta ocho, la tuvo que dejar a un kilómetro de distancia y, para colmo, lo multaron con 30 céntimos por pasarse del tiempo. Reclamó y nada. Y sabe que no es el único porque se cruza con otros usuarios con cara de desespero.
Àngels Rodríguez (de 42 años) tiene una historia diferente. La otra noche se encontró a un italiano en la estación: "Qué bello servicio", le dijo. Pronto descubrió la verdad: no pudo sacar una bicicleta. Volvió a pasar la tarjeta. Tuvo respuesta: no había bicis en esa estación, que estaba llena. Lo normal, comentan ambos, es que en el centro no haya bicicletas por la noche y que en la periferia no haya plazas para dejarlas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 28 de abril de 2008