Estamos a vueltas estos días con la controversia entre la cocina tradicional y la experimental. La discusión va adquiriendo el tufo rancio que sólo saben darle aquellos que abominan de todo lo nuevo. Oyéndolos, parece que todos estamos condenados a comer burbujas de azafrán.
Lo curioso es que, de la mano de estos genios creadores, la cocina española se ha puesto a la cabeza. Miles de personas en el mundo diseñan sus vacaciones en función de las reservas para estos templos gastronómicos españoles, algunos esperan años para tener su oportunidad.
A la par, tanta carga publicitaria ha encumbrado las materias primas autóctonas hasta crear lo que, sin duda, podría ser el eje de una floreciente industria con proyección internacional. Sólo basta con copiar la técnica de los franceses con la propia cocina, o a los americanos con el cine.
Pero va a ser que no. España es tan ridículamente diferente que no pararemos hasta volver a la esencia (principios y valores les llaman ahora) del bocata de queso y anchoas de toda la vida. Sólo entonces respiraremos satisfechos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 5 de junio de 2008