Cuba tiene amigos de reciente adquisición en América Latina, aunque el único adorador es el presidente venezolano, Hugo Chávez; pero en Europa no sobran los que, como España, tratan de hilar fino, basándose en que el extrañamiento internacional de La Habana sólo puede contribuir al endurecimiento del régimen, haciendo, así, aún más miserable la vida de la disidencia. Por ello, las recientes expresiones de desprecio del mayor de los Castro contra el levantamiento de las sanciones de la UE, que promovía España, se lo ponen muy difícil a quien crea en esa especie de compromiso constructivo con la gran Antilla que practica y predica el ministro Moratinos.
El poder indigenista, democráticamente elegido en La Paz, quiere deshispanizar Bolivia
La posición española es discutible y su justificación práctica habría que hallarla en los resultados que coseche, en esta ocasión inicialmente catastróficos por la detención de siete disidentes apenas se anunciaba la buena disposición de Bruselas. Pero también parece probado que una política de sanciones, sobre todo simbólicas como es el caso, antes fortalece que debilita al régimen que quiere castigar. Y la ira del ex presidente Fidel se explica por la apostilla checa a la declaración de la UE, amenazando a La Habana con reimponer sanciones al cabo de un año si en ese plazo no ha habido liberación de presos políticos, así como por la directiva europea para el retorno de inmigrantes, pero, aparte de que Praga actúa al placer de Washington, está claro que si se quiere obtener algo de una dictadura, no tiene sentido aflojar la presión y tratar de asustar a un tiempo.
La opinión cubana es probable que sienta fatiga del material por el medio siglo que ha estado gobernada por el primer Castro, y numerosas fuentes atestiguan que se halla esperanzada con el nuevo presidente, el segundo Castro, pero nada más fácil para un régimen autoritario que movilizar el reflejo nacional contra la ingerencia exterior; y por ello Raúl puede ser el primer perjudicado por esa indigesta mezcla de aparente complacencia y chantaje europeos, si es que tenía alguna intención de corresponder al gesto de la UE.
Pero hay una razón de fondo mucho más poderosa para que España prefiera una Cuba sin sanciones. No sólo los condescendientes con La Habana como Bolivia, Ecuador, Nicaragua, o Paraguay son, obviamente, contrarios a la imposición o mantenimiento de las mismas, sino que todos los demás, ni amigos ni enemigos, tampoco son partidarios, y menos aún si la antigua metrópoli aparece vinculada al castigo. Las relaciones de España con toda América Latina son genéricamente buenas de Gobierno a Gobierno en tiempo de calma, pero hoy, con el ascenso del andino-centrismo y el atezamiento de la piel o el alma de algunos gobernantes, andan bastante más complicadas que hace unos años, porque esos altos representantes han de escuchar a sus opiniones públicas con una atención que la masa indígena y mestiza no concitaba anteriormente; y todo ello se hace aún más proceloso porque en 2010 y 2011 América Latina va a celebrar el bicentenario de su guerra de independencia contra España, y tener un muñeco de pim-pam-pum suele ser muy agradecido.
A ningún Gobierno español le conviene tomar iniciativas de envergadura que afecten a sus antiguas colonias, sin antes determinar si responden a un sentir general latinoamericano, o mejor aún, si existen ya movimientos homologados a los que convenga sumarse en lugar de ir presumiendo de ideas propias. El desconocimiento del anterior gobernante español José María Aznar de ese haz de relaciones le llevó a encabezar la imposición de sanciones a Cuba en 2003, arrastrando en una versión devaluada de las mismas a una UE que, siendo optimistas, sólo sentía un benigno interés por el asunto.
Y otro caso de idéntica actualidad y complejas expectativas es el que se da con el conflicto boliviano. El poder indigenista, democráticamente elegido, en La Paz quiere deshispanizar el país, mientras se alza una fronda criolla en las provincias de Oriente, que enarbola símbolos coloniales españoles como si fueran la divina palabra, y ante ello el mayor error -que no cometerá Exteriores- sería tomar partido por los nuestros, porque los nuestros son todos o ninguno. Lo que América Latina quiere de España, incluso en los países de predominio blanco, es que esté a echar una mano, como en el caso de Cuba, cuando haga falta, pero sin acaparar protagonismo; es decir, que pague y calle.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 25 de junio de 2008