La comedia de los últimos años -o, por lo menos, sus formas más sofisticadas- parece empeñada en reciclar los mecanismos del género para otros usos. En suma, la última palabra en comedia es aquello que ya no tiene a la carcajada liberadora como objetivo, sino, como máximo, la risa nerviosa y, casi siempre, el sudor frío, el estupor o la vergüenza ajena. El maestro de la especialidad es el británico Ricky Gervais -creador de series tan excelentes y radicales como The office y Extras-, pero no son pocos los creadores que se atreven a dar una modulación personal a lo que bien podría denominarse la comedia poshumorística.
A Juan Cavestany y a su entonces codirector Enrique López-Lavigne quizás se les fue un poco la mano en el experimento que quisieron llevar a cabo, en esta dirección, con El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo. Esta Gente de mala calidad, primera película en solitario de Cavestany, pone las cosas en su sitio: seguirá repeliendo a buena parte del público, porque su propuesta no ha perdido ni radicalidad, ni aspereza, pero, ahora, el espectador no abriga ninguna duda sobre el control que ejerce el cineasta sobre lo que vemos en pantalla. Este segundo trabajo ya no es un experimento fallido, sino, directamente, un experimento esquinado, hecho con mal café, bilis y caspa existencial.
GENTE DE MALA CALIDAD
Dirección: Juan Cavestany.
Intérpretes: Alberto San Juan, Javier Gutiérrez, Maribel Verdú, Francesc Garrido, Pilar Castro.
Género: comedia. España, 2008.
Duración: 90 minutos.
En Gente de mala calidad el extrarradio se convierte en zona de imantación del fracaso: un tronado ex gigoló se reencuentra con sus viejos amigos de barrio -toda una panoplia de patetismos surtidos- e intenta, inútilmente, que un incendio forestal introduzca algo de narrativa, épica o cohesión a sus vidas en caída libre. Cavestany se sitúa a la misma distancia del slapstick emocional de un Todd Solondz y de la negrura melancólica de la comedia italiana de posguerra para ocupar un territorio propio, incómodo y feroz. El director ahonda en unos registros que ya estaban presentes en sus ocasionales textos para la compañía Animalario y en el soberbio arranque de su guión para Los lobos de Washington. Al conjunto le falta, no obstante, equilibrio: cuesta muy poco creerse a sus personajes femeninos, pero los masculinos están demasiado cerca de la caricatura, son casi unos garriris terminales de extrarradio.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 11 de julio de 2008