Mersault, el extranjero de sí mismo y de todo lo humano que se inventó Albert Camus, razonaba con indiferencia existencial el haberse cargado a un desconocido en la playa porque hacía calor. Sospecho que también podría haberlo hecho porque hacía frío. O porque le dio la gana. Pero puedes entender que el bochorno aumenta las neurosis, al que le duele cotidianamente la cabeza siente que le va a estallar, hay más alboroto de lo normal en las clínicas mentales, los viejos que están solos se asfixian y temen no llegar al otoño, a la policía se le multiplica el curre, mal rollo el calor.
La mitad del telediario está dedicado a tarados intolerables, o poseídos por el mal, o víctimas del vértigo mental que lo solucionan destruyendo al que tienen al lado, a esa especie excesivamente monstruosa que responde al siniestro interrogante de ¿quién puede matar a un niño? Muestran de espaldas a un pavo al que creo escuchar: "Yo sólo le di dos o tres veces". Ha matado de una paliza a un bebé de once meses porque le daba la brasa cuando estaba jugando con la trascendente videoconsola. Cuentan que otro tío ha degollado a su mujer y a sus dos críos, ha avisado a las autoridades para que vinieran a dar fe del parricidio y cuando han aparecido (qué estómago requieren algunas profesiones) el muy exhibicionista se ha volado su podrida sesera delante de ellos. ¿Qué explicación existe para algo tan salvaje? El diablo, probablemente, que diría el añorado Robert Bresson. El problema es para los que no creemos ni en Dios ni en su enemigo, pero sí en el Bien y el Mal, aunque a veces sean intercambiables. Pobres de aquellos con los que el segundo haya decidido cebarse. Los críos deberían de estar proscritos en esa maldita lotería, pero al lado oscuro les encanta hacerles daño. El verdugo puede ser el padre o el pederasta, el bombardeo o el cayuco. Y el espanto hace más daño cuando se ensaña con el inocente, con el más débil.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 12 de julio de 2008