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EL CRONISTA ACCIDENTAL

Cuerda y viento

Las despedidas semi-oficiales de este verano están teniendo todas un elemento de drama y muy buena arquitectura. Versión española eligió el hermoso brutalismo de las Naves del Matadero, la Residencia de Estudiantes sus amenos jardines de la colina de los chopos, el 14 de julio francés la embajada, con su aire retro un poco estilo Vichy, y anoche, en el cierre de la temporada, el Círculo de Bellas Artes le sacó todo el provecho del mundo a uno de los edificios más singulares de Madrid, obra maestra de Antonio Palacios.

Fue un acto de suma elegancia en su primera parte, apelotonado al final, escaso de comida (los camareros subían y bajaban sudorosos las majestuosas escaleras con sus diminutos canapés) y amenazador cuando se subió a la terraza; vimos los rayos cercanos, oímos algún relámpago, el cielo se puso negro como en una película de la primera época de Bergman, y los meteorólogos aficionados decían que el viento que soplaba era de tormenta. Esta vez no cayó.

El Círculo, al contrario que otras instituciones, dispone de un teatro, la Sala Fernando de Rojas, y en los últimos tiempos la fiesta veraniega se beneficia de unos refinados conciertos de música clásica del siglo XX; este año, una magnífica versión de La canción de la tierra, el ciclo de canciones telúricas de Mahler, muy bien tocado y cantado (destacó el tenor Manuel Cid), aunque no tan bien acompañado, diría yo, por el dispositivo audiovisual, en sus imágenes más figurativas de una notable fealdad.

Al ser el teatro muy recogido, daba gusto disfrutar de esa extraordinaria partitura en sus audaces combinaciones de las cuerdas y los instrumentos de viento, y viendo de cerca a los músicos.

Acabado el concierto quedaba, en otro estilo, el más bello espectáculo de Madrid: la terraza del quinto piso del edificio, la que luce su estatua de Minerva y ese remate entre geométrico y clasicista que tan bien explotó Pilar Miró en Beltenebros (estaba por cierto en la fiesta José Luis Gómez, el malvado de la película).

Es una lástima que esa terraza, quizá por el problema de su estrecho y único acceso, no se utilice más: la vista de la ciudad, y más en una noche tan pre-romántica como la de ayer, es emocionante. A las doce, cuando me retiré, los camareros seguían el trasiego del vino, que no debía tener ni un putonio. Ministros no se vieron.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 16 de julio de 2008