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Crítica:PLAZA DE EL PUERTO

Bendito público triunfalista

El Puerto de Santa María
Domecq/Ponce, El Juli, Manzanares Toros de Juan Pedro Domecq, justos de presentación, sosos y descastados. Enrique Ponce: estocada _aviso_ y dos descabellos (silencio); tres pinchazos y estocada _aviso_ (silencio). El Juli: tres pinchazos y estocada (silencio); dos pinchazos _aviso_ y casi entera (ovación). José María Manzanares: pinchazo _aviso_, pinchazo y estocada (vuelta); estocada (dos orejas). Plaza de El Puerto de Santa María. 27 de julio. Media entrada.

La falta de formación taurina de los públicos es directamente proporcional a la irrupción de figuritas de porcelana que se mantienen en la cúspide durante años sin motivo que lo justifiquen. Cuanto más triunfalistas y festivos son los tendidos más expuestos estamos todos al fraude, al engaño y a la manipulación. Dicho de otro modo: la desaparición de los aficionados ha dejado el paso libre a la decadencia. Y de otro: si hubiera aficionados de verdad, exigentes con toros y toreros, habrían desaparecido muchas ganaderías y figuras varias se habrían tomado, hace ya tiempo, un más que merecido descanso.

Lo ocurrido ayer en la plaza de El Puerto es un buen botón de muestra. La corrida de Juan Pedro en la línea imaginable: chica, inválida y descastada. Noble, eso sí, pero incapacitada para la emoción. Los toreros -figuras modernas- en las antípodas de los matadores valerosos y artistas, todo un compendio de aburrimiento, tristeza y desmotivación. ¿Y el público? Bendito, como casi todos los de este país. Dispuesto a aplaudirlo todo, a no tener en cuenta el fraude de una corrida y toreros inservibles, a disfrutar con un inválido, con un tercio de varas inexistente, con el toreo insulso de capote y muleta. En una palabra, dispuesto a disfrutar con la nada.

Pero ese público bendito es el culpable fundamental del estado paupérrimo de la fiesta. Aguanta sin límites y soporta con admirable estoicismo una mentira tras otra. Y aplaude y aplaude sin sentido todo lo que se le ponga por delante. Y admite becerrotes inválidos inservibles como los de Juan Pedro o que las figuras modernas les den gato por liebre.

Una de ellas fue Enrique Ponce, tristísimo en El Puerto, sin ideas, sin ilusión, precavido en todo momento, muy por debajo de su condición de figura. Ya es delito anunciarse con una corrida podrida, pero no lo es menos su toreo vulgar, mecánico y frío. Fue molestado por el viento en su primero, lo cual no fue excusa para los trapazos de los que hizo gala. Y aburrió a las ovejas en el cuarto, otro regalito ganadero, anovillado como sus hermanos.

El Juli se solidarizó con su compañero y firmó otra tarde para el olvido. Si es verdad que es un torero poderoso, su lote, moribundo el primero y muy descastado el quinto, no le permitió florituras. Y pasó sin pena ni gloria, cansado, además, de pinchar una y otra vez.

Y el público se lo pasó en grande con Manzanares. Es tan benévolo el espectador de hoy que pasa por alto los toros basura y las figuritas de porcelana con tal de que se pongan bonitas y escenifiquen pasos de ballet. Manzanares torea bien, claro que sí, y lo demostró en algunos pasajes en su primero, con hondura y empaque en varios naturales bellísimos ante un animal que era la tonta del bote. No fue faena grande, pero las palmas por bulerías le acompañaron en la vuelta al ruedo. La faena al noqueado toro sexto derrochó voluntad y sosería, pero los gritos del triunfalista público y una presidencia de la señorita Pepis le permitieron pasear las dos orejas. Lamentable.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 28 de julio de 2008