Me hallaba inmerso en la faceta más gratificante de todo viaje, que es cuando se anticipa y prepara (y, por tanto, nada decepciona todavía), cuando escuché por la radio la noticia de la nueva normativa del Departamento de Seguridad Interior de los EE UU según la cual los agentes de frontera pueden proceder, si así les peta, a confiscar o requisar al viajero no sólo los ordenadores y demás artilugios electrónicos que almacenen información, sino cualquier manuscrito, cuaderno o moleskine que consideren conveniente.
Tras el 11-S y la implementación técnica del problemático principio "seguridad a cambio de libertad", me han ocurrido bastantes cosas desagradables en mis viajes a Estados Unidos. Desde que me revienten la maleta para examinar lo que hay dentro (dejándome, eso sí, un impreso oficial que me aclara que no tengo derecho a reclamar), hasta que me retengan en el aeropuerto varias horas (perdiendo los vuelos de enlace) mientras convenzo a la policía de que no tengo nada que ver con alguien que quizás se llame como yo (allí tienden a ignorar el segundo apellido), pero cuyas presuntas fechorías son responsabilidad sólo suya.
Pero esto de que puedan requisarme mi recado de escribir pasa de castaño oscuro. Alain de Botton, que a veces atina, afirma en El arte de viajar (Punto de Lectura) que el viaje es la comadrona del pensamiento: los nuevos lugares y la ruptura de la rutina estimulan ideas nuevas y distintas. Y uno las consigna por escrito tal vez para comprobar que la edad todavía no le ha convertido en un irredimible idiota.
Bueno, pues ahora toca autocensurarse (también) en el cuaderno de hule elegido con primor fetichista. No sea que lo requise el funcionario de turno y se entere de las ideas (nuevas y distintas) de cada cual. De las inocuas y de las que lo son menos. Y estén o no escritas con tinta simpática.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 6 de agosto de 2008