Tengo esa torre clavada en la memoria. Desde aquella vieja almena asomada al borde de un precipicio se domina el meandro del antiguo cementerio de Albarracín. Allí, a la fresca del río Guadalaviar, pasé mis primeras noches de vigilia. Fueron veladas de verano y charlas a media voz que aseguraban que en ese preciso lugar el fantasma de una antigua princesa bajaba a peinarse a la orilla. "Si no te duermes, la verás", me dijeron. Doña Blanca, el espectro de una noble aragonesa, llenó mi infancia de ensoñaciones misteriosas. Albarracín es, pues, depositaria de mil y una leyendas que permeabilizaron mi mente a lo mágico, a lo inexplicable. / Javier Sierra es escritor.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 11 de agosto de 2008