Encuentro una enciclopedia para niños y, en aras de comprobar su calidad, voy directo a donde dice "Cuba". Una pequeña frase resume que vivimos en "una isla en el Caribe donde los nativos siembran arroz en las laderas de las montañas". En un primer momento pienso que me he equivocado de país, pero no, así nos describe la estereotipada publicación digital. Después de la risa que me provoca tan equivocado retrato, caigo en la cuenta de todos los clichés con los que cargamos los cubanos.
Por nuestras calles, por ejemplo, caminan también mujeres que no se parecen en nada a las mulatas de los afiches. Aquí tenemos todo el espectro de colores que pueda imaginarse. Desde lánguidos rubios de ojos azules hasta los tonos más cercanos a la noche. Es posible interactuar con una gama amplísima de creencias religiosas y de posturas políticas, chocar con una impresionante pluralidad en los más variados temas. Escucho a éste que es liberal, al otro demócrata cristiano y hasta una nueva oleada de anarquistas. No veo, sin embargo, ese arco iris de opiniones representado en el retrato de nuestra escena política. Más bien a un grupo encaprichado en teñirlo todo de un solo color. Una isla marcada por la pluralidad, atada a un discurso monocromo.
Estoy harta de que nos quieran hacer creer que todos los cubanos jugamos dominó, somos santeros o gritamos consignas en la plaza; que somos expertos bailadores y antiimperialistas acérrimos. Cansada de que unos pocos determinen quién puede o no llevar el gentilicio de esta tierra. Esos mismos que se atribuyen el derecho a llamar "anticubanos" a los que piensan diferente del sacrosanto criterio del partido. Con una vara eminentemente ideológica, se pretende determinar nuestra identidad. Cuba, la Cuba profunda y perdurable, se ríe de todas esas caricaturas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 22 de agosto de 2008