Si los cementerios de Madrid se transformasen en parques, ésta sería la capital europea con más vegetación y más sitio para el esparcimiento. Pero los muertos tienen una avidez territorial insaciable. Sólo la necrópolis de la Almudena ocupa más de 120 hectáreas y alberga a cinco millones de difuntos. Le sigue el cementerio Sur de Carabanchel, enorme, y los más de 20 camposantos de discretas dimensiones distribuidos por la ciudad. Pudrideros por doquier. Invasión macabra. Las almas en pena, las calaveras y los espíritus nos tienen acogotados, por no emplear otra palabra parecida que sería más precisa. Demasiados problemas tenemos con los vivos para que nos vengan los muertos a poner la guinda.
Lo curioso es que los finados pasan de todo, no pretenden crear problemas y da la impresión de que llevan una vida reposadamente estoica. No son jubilados sino jubilosos, sin preocupaciones, sin miedo, sin ambición. Hasta tal punto son pasotas y taimados que ninguno de ellos hace declaraciones a nadie, ni muertos. No abren la boca. Habría que achacarles que se dejan manipular impunemente por las religiones, que siempre sacan partido del más allá temible, nebuloso. Una de dos: o no existen, o son cómplices de diversas instituciones que nos amargan la vida.
Va a ser imposible privarles de sus territorios a los difuntos, pero Madrid puede aprender de dos cementerios ejemplares: el Père Lachaise, de París, y el de San Fernando, de Sevilla. Ambos tienen una especie de contrato con los muertos para convertirse en parque sereno donde los muertos no aterrorizan a los vivos, sino todo lo contrario. En Sevilla asistí hace años a un homenaje a Machín en su tumba: guitarras, bongos, Vieja Trova Santiaguera, flamencos, Santiago Auserón y Compay Segundo interpretaron una guajira y derramaron dos botellas de ron sobre la tumba.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 2 de noviembre de 2008