Nunca he encontrado verosímil, aunque sí ingeniosa, aquella sentencia de que contra Franco vivíamos mejor, pero tengo claro que la transgresión era más placentera que ahora. Buscar de contrabando los libros prohibidos y cruzar la frontera en condiciones precarias para darse el atracón del cine que aquí estaba vetado, se alimentaba de ilusión y anticipado gozo. Daba igual que esos ansiados productos te decepcionaran a veces, lo excitante era su búsqueda.
Ya no existe la abominable censura, pero hay que seguir viajando, trapicheando, recurriendo a los que saben piratear en Internet para tener acceso al mejor cine que se está pariendo en el mundo. O sea, a las series que llevan la infalible firma de HBO. Se supone que las televisiones van a exhibirlas. Con retraso de años, en un capítulo semanal, con cortes publicitarios, dobladas, desvirtuadas. Esa forma de verlas no puede crear amor, es cosa de aficionados, no alivia al que está encantado con su adicción sino que le enfurece.
Es imperdonable que en las tiendas de este país sólo se pueda encontrar en DVD (y desde hace un mes) la primera temporada de una obra de arte llamada The wire cuando hace tiempo que en Estados Unidos exhibieron la quinta y última temporada. Que no conozcamos el desenlace de ese complejo y grandioso western titulado Deadwood. Que presumiblemente haya que esperar un tiempo intolerable para disfrutar sin interrupciones, en tu soledad (deja de morder, desaparece si tienes a mano una serie genial) o en elegida compañía, los bergmanianos infiernos de En terapia o el aroma a cine hipnótico y perturbador que desprende Mad men.
Escribo esto después de ver amanecer con el cierre de la tercera temporada de The wire. Sin subtítulos en castellano, aunque si en rumano, en búlgaro, en noruego, en swahili. Me arreglo con el francés. El colocón es absoluto y ni sombra de resaca al día siguiente.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 2 de noviembre de 2008