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Crónica:LA CRÓNICA

El año de la patata

No sé si ya lo habrán celebrado en casa, pero la Asamblea General de la ONU y la FAO declararon este 2008 como Año Internacional de la Patata. ¿No es emocionante? Piensen que -aunque muchos no lo supieran, obnubilados por una crisis de nada- llevamos meses de celebración a cuenta de tan universal tubérculo. Tal vez la clásica canción de la Trinca -con aquello de que el hombre desciende de esta planta- haya conmovido los duros corazones de políticos y científicos, decididos por fin a darle el lugar que se merece en la historia.

Lo extraño del caso es que -tratándose de tan loable y verde reivindicación- el Consistorio no haya organizado un evento multicultural, con patatas de todas las nacionalidades, tamaños y colores, convocadas a nuestra ciudad para discutir el asunto. Prendas no le faltan a Barcelona para ser una capital patatil. A finales del siglo XVI, cuando los españoles la traen en macetas como flor ornamental, ya comenzó a verse en nuestros jardines. Y muy pronto fue probada en hospitales y prisiones para alimentar a los pobres. Aunque no sería hasta un siglo más tarde cuando comenzaría a popularizarse su consumo, tras años de epidemias y malas cosechas.

En nuestros días la patata está consolidada como un alimento interclasista e intergeneracional

Como recoge Joan Amades, el primer huerto de patatas que hubo en Barcelona fue el de un avispado jornalero llamado Pardalot, que tenía una parcelita en lo que hoy es la calle de la Lluna. Este emprendedor se hizo rico con la visita de Carlos III a la ciudad, sobornando a un cocinero para que las introdujera en el menú real. La cosa funcionó y los barceloneses comenzaron a cogerle el gusto. Tanto se lo cogieron que durante la ocupación napoleónica las autoridades tuvieron que autorizar la elaboración de pan de pomme de terre, ante las hambrunas que trajo la guerra. A tanto llegó la cosa, que hasta el mismísimo barón de Maldà regresó indignado de su exilio rural en Berga, tras haberse visto obligado a llevar una dieta de patatas hervidas por culpa de los puñeteros franceses.

Pero lo mejor estaba por llegar. Durante la Primera Guerra Carlista, entre general con patillas y cura con trabuco, los navarros ponen de moda la tortilla "a la española". Nuevo invento que muy pronto llegó -vía Pirineo- hasta nuestra ciudad y que el escritor Alejandro Dumas probó y preparó en su viaje por nuestro país, copiando la receta para su famosa enciclopedia gastronómica. Aunque no sería hasta las primeras décadas del siglo XX cuando se iba a desatar la patatamanía, en el justo instante que el señor Esteve Sala -del veterano American Soda de la calle de Sant Pau, esquina con Rambla- puso las primeras patatas fritas a sus parroquianos para acompañar la cerveza. Mira tú por donde, la modernidad y el cosmopolitismo llegaban a nuestra urbe con las célebres chips.

Durante la Guerra Civil, la miseria y el ingenio se aliaron para crear una tortilla sin huevos ni patatas, sustituidas por la parte blanca de la piel de naranja y una masa de harina y agua. Después, los gastrónomos autárquicos del franquismo rizaron el rizo y sacaron las patatas viudas, cocidas con agua, sal y pimentón. Hasta nuestros días, plenamente consolidadas como un alimento interclasista e intergeneracional. Fritas, cocidas, guisadas, estofadas o bravas. De éstas -claro está- no podía faltar una referencia al famoso bar Tomás de Major de Sarrià, uno de los últimos lujos que le quedan al barcelonés de pro. Si están leyendo estas líneas y es la hora del aperitivo, no lo duden: salgan raudos hacia esta bodega venerable, donde les servirán en un plis unas de las mejores patatas bravas que puedan probarse. Y ¡feliz Año Internacional de la Patata!

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 17 de noviembre de 2008